La anomalía

Francisco Pomares
España vive instalada en una situación política que -en cualquier democracia de nuestro entorno- ya habría provocado la dimisión del presidente del Gobierno. Pero España es un país curioso, aquí no dimite nadie. Sánchez permanece en su puesto, mientras en el Congreso y el Senado su Gobierno pierde votación tras votación, incapaz de aprobar presupuestos, leyes y proyectos, como si nada pasara, mientras su hermano y su mujer se sientan en el banquillo, parte de su aparato de poder está en prisión y sus colaboradores más próximos, los colegas del Peugeot que tanto le sirvieron en la reconquista del PSOE -incluso añadiendo en las urnas algún que otro votillo sin importancia de mas-, chapotean en la corrupción y el putiferio. Pero nada de eso altera la sonrisa blindada de Sánchez, que se pasea por los foros internacionales con una suficiencia que solo se explica por la creencia de que el poder es suyo por derecho propio.
Las últimas semanas han sido demoledoras. La Audiencia de Badajoz ha enviado a juicio a su hermano David y el juez Peinado ha colocado a Begoña Gómez frente al jurado popular, por uso de recursos públicos para fines privados. En La Moncloa se integró a una asesora para atender a la mujer del presidente, y que pedía fondos para su cátedra empresarial, e incluso reclamaba que le doblaran el salario. La Audiencia de Madrid respalda la imputación de esa asesora porque su trabajo privado se pagó con dinero público. No hay conspiración que valga: hay hechos, documentos y correos electrónicos –hay caso, pues- que revelan un patrón continuado de aprovechamiento personal del Estado. La defensa sanchista repite que todo es lawfare, guerra sucia judicial, un invento de jueces ultras y la derecha mediática. Pero uno puede elegir escuchar al hermano en su declaración, o a Begoña en su negativa a declarar. ¿Por qué habrían de perseguir los jueces a Sánchez? ¿Qué oscuro interés les empujaría? La respuesta es obvia: los jueces investigan porque hay indicios, porque el uso de recursos públicos para beneficio privado es delito, porque la contratación de familiares y amigos en la periferia del poder es nepotismo. Y porque las instituciones de un Estado democrático no pueden mirar hacia otro lado cuando las evidencias se amontonan. Se trata de hechos que -más allá de su recorrido penal-, suponen una quiebra política y moral. La trama que rodea a Sánchez se adensa. La red de Koldo, Ábalos y Cerdán ha terminado en los juzgados por comisiones ilegales y contratos inflados durante la pandemia. Por cierto, una buena parte en Canarias, con la aceleración del cobro personalmente gestionada por Torres. La Guardia Civil detalla en sus informes cómo los contactos de Moncloa abrían puertas y precipitaban pagos. En las grabaciones, Sánchez no aparece, pero sí su círculo íntimo, el mismo que le acompañó en las noches de resistencia dentro del partido. Ese grupo de leales convertida en maquinaria de favores, que hoy se desmorona entre imputaciones, confesiones y negocios opacos. La respuesta del Gobierno no es asumir sus responsabilidades e intentar explicar lo ocurrido, sino acusar a los jueces de perseguir a Sánchez, como hacen los magistrados de esa república bolivariana a la que Zapatero representa y al parecer exprime. La fiscalía, lejos de actuar como contrapeso, se inclina ante el poder con una docilidad miserable. Ministros y portavoces compiten por ver quién se muestra más servil. El récord, de momento, lo tiene Ángel Víctor Torres, que eleva a Sánchez al rol de salvamundos: el hombre que denuncia a Netanyahu dos años después, decreta embargos de armas si las armas no son necesarias y envía a la marina a proteger a la flotilla de Gaza, pero con la prohibición de disparar un tiro, aunque hiciera falta. Por tales méritos, Torres reclama para Sánchez el Nobel de la Paz, que habrá de disputarle –supongo- a Donald Trump. Vaya par. Dos presidentes que sustituyen la política exterior por la puesta en escena.
El CIS lo niega, pero el resto de sondeos reflejan una sangría imparable de votos en la izquierda. Los escándalos que copan la agenda judicial son incompatibles con la dignidad del Estado y del cargo que Sánchez ostenta. Sin embargo, el presidente se sostiene, aguanta, resiste: ni la imputación de su mujer ni la de su hermano, ni las grabaciones de la Guardia Civil que revelan tráfico de favores, ni la prisión de sus hombres de confianza alteran su hoja de ruta. Sánchez vive reinterpretando las reglas a golpe de relato. Pero la anomalía no es que los jueces actúen; la anomalía es que el presidente de un país europeo siga en el cargo mientras su entorno más íntimo desfila por los tribunales, las cárceles y los locales de alterne, y él se blinda con propaganda pagada con nuestros impuestos, como si el poder fuera patrimonio personal suyo.