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La carcoma de la nostalgia

Usoa Ibarra

 

Mi abuela sabía ver en un pajar una opción de negocio a futuro. Tenía ese olfato previsor que le permitía anticiparse a su propio presente. Tenía un don futurista que la cualificó por las inversiones que hizo después (y rentabilizó) como una persona con un criterio a valorar dentro de la familia. Pero, indiscutiblemente, uno de sus principales valores como predictora de “aquello que en apariencia no tiene valor hoy, pero sí mañana” está relacionado con las antigüedades. 

 

Ahora que se ha puesto tan de moda lo  “vintage” o el “second hand” me entra la risa al recordarme visitando de  niña almacenes de muebles “desechados” y ayudando a mi abuela a tratarlos contra la polilla para darles otra vida. Efectivamente, no soy historiadora, pero tengo nostalgia.

 

Ahora que se habla tanto de los expedientes BIC en Arrecife (ciudad Frakenstein por su falta de identidad colectiva) me vienen a la cabeza estas experiencias, y recuerdo cómo mi abuela un día me dijo que una vez muerta quería que sus fotografías más íntimas fueran quemadas. Por qué, pregunté. Y ella me dijo: “No quiero que se comercialice con mi pasado”.

 

Vuelvo a recalcar que no soy historiadora, pero tengo nostalgia. Escuchando a la arquitecta, Blanca Fajardo, y su discurso proactivo sobre la defensa de un patrimonio y legado cultural ajustado a los tiempos modernos, me vino a la cabeza la imagen de mi abuela destruyendo su memoria fotográfica. Y he pensado en sus muebles rehabilitados o como ella decía, reinventados, pero completamente desubicados en mi contexto doméstico, porque no tengo espacio para ellos o porque su funcionalidad ha dejado de tener sentido en mi modo de vida.

 

Y esto es clave, porque no sé cuantos de ustedes han tenido que hacer “limpieza” cuando alguien se muere, pero es como si el dolor se mimetizara con cada objeto, con cada olor, con cada espacio que deja de ser. Y hay veces que duele en el corazón desprenderse de los platos donde uno comía cuando era pequeño, o de la gramola que amenizaba las tardes de domingo, o de la alfombra de cebra que nadie entendió en su día, pero que resultó ser de “lo más moderno en interiorismo”.

 

Sin embargo, una acaba por entender, utilizando el practicismo, que el legado material no siempre conserva la esencia de lo que significó para la persona fallecida. Así que psicológicamente uno intenta actuar entre el respeto a la memoria y la funcionalidad de esos objetos en la nueva vida que les toca vivir, muy alejada de su sentido inicial, pero plena de significado subjetivo para quien los hereda.

 

Insisto, no soy historiadora, pero tengo nostalgia. Y hago constantemente este matiz, porque es necesario que cuando hablemos de patrimonio, especialmente en los poderes públicos, no se hable desde la nostalgia más subjetiva, sino de valores históricos y culturales contrastados técnicamente, para lo cual es necesario más de una voz, más de un sentimiento, más de un interés y necesidad.

 

Especialmente, es necesario que se entienda la razón de su protección vinculada a razones del presente, porque los cambios mentales, culturales y materiales (el valor del mercado actual) son factores que hay que abordar.

 

No se puede culpabilizar a un propietario de no querer rehabilitar, cuando no se le está orientando para ello: al no constituir planes especiales, mesas de asesoramiento, catálogos que definan lo protegido, alternativas reales del uso protegido al coste real de mantenimiento o reconstrucción.

 

No es inteligente arrojar sobre el patrimonio constante normativa limitante si es obvio que el propietario no acepta esas condiciones de juego.

 

No es admisible que se arruine una imagen urbana, futuras posibilidades de resolver una herencia entre varios herederos a los que les supone una carga impositiva el mantenimiento de inmuebles que no van a poder mantener. Acaba resultando asfixiante y una ruina para el particular, y para la ciudad en su conjunto, que exista demasiada nostalgia inflexible.

 

La muerte es el mayor de los cambios, porque conlleva dejar de existir. Muchos inmuebles de Arrecife están en ese transitar y no vale con ajustar los mecanismos legales al alcance de los poderes públicos para protegerlos, que por cierto se  pueden reinventar en una mañana de pleno, sino que se trata de entender que el pasado no volverá, y que quienes a veces más intentan protegerlo, más acaban por alejarlo de la vida cotidiana, de una sociedad a la que se le imponen cambios al minuto en su presente, pero que a la vez se le pide que tenga sensibilidad con lo que ya no es, sin hacer el trabajo pedagógico para que entiendan que eso que hoy se pierde les afectará en su identidad futura.

 

Ojalá pudiera conservar mis fotos de niñez con mi abuela, pero ella decidió que así no fuera, porque después de tanto viajes a los anticuarios descubrió que el legado de uno se puede convertir en un negocio que se limita a  decorar bares, cafeterías y páginas web bajo el sello “vintage”.

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