La grieta

Francisco Pomares
La democracia española acaba de atravesar un umbral que nadie creyó posible: por primera vez en la historia del país, un Fiscal General del Estado en ejercicio ha sido condenado por un delito cometido en el desempeño de sus funciones. Álvaro García Ortiz, designado por Sánchez como engranaje imprescindible en la maquinaria política de la Fiscalía, ha sido declarado culpable por el Supremo, por revelación de secretos, delito cometido al facilitar datos confidenciales de Alberto González Amador, pareja de la presidenta Ayuso. La revelación -grave en cualquier circunstancia- adquiere una dimensión institucional inédita porque procede del máximo responsable del Ministerio Fiscal, llamado a garantizar la legalidad del sistema.
El Supremo ha sido rotundo: dos años de inhabilitación, multa e indemnización al novio. Cinco magistrados frente a dos. Y un fallo que certifica que García Ortiz actuaba como autoridad pública cuando usó información obtenida por razón de su cargo, para perjudicar a un ciudadano, con una intencionalidad incompatible con cualquier estándar de neutralidad. El pronunciamiento es suficientemente claro como para tener consecuencias inmediatas e irreversibles. El Fiscal General está legalmente obligado a dejar su puesto. Perro lo relevante ahora no es eso, sino intentar comprender cómo Sánchez ha permitido que llegáramos hasta aquí. Porque la condena de García Ortiz es el desenlace natural de un deterioro institucional prolongado, y también el resultado lógico de una dinámica política en la que los servidores del presidente acaban siempre abrasados cuando la realidad se interpone entre sus fidelidades y la protección presidencial. La lista es larga y conocida: ministros, asesores, portavoces, directores de gabinete, operadores de partido. Todos quemados en el altar de un liderazgo que usa y desecha sin el menor atisbo de compasión. García Ortiz es simplemente el último de los sacrificados por el presidente Sánchez. Y, probablemente, el más simbólico.
Desde que fue imputado, el blindaje desplegado sobre él por La Moncloa fue absoluto. Sánchez exigió disculpas públicas para el fiscal, convirtió su defensa en cuestión moral y política, e insinuó que la causa era parte de una campaña contra su Gobierno. Con esa retórica justificó la inaudita permanencia de García Ortiz en el cargo, pese a que el Poder Judicial ya lo había declarado no idóneo, y la mayoría de los fiscales veían con alarma cómo la fiscalía se hundía en el desprestigio.
La sentencia confirma que hubo correos, hubo información sensible, se organizó un circuito de traslado de documentos que acabaron en Moncloa y después en los medios. No es un bulo, ni una sospecha: es la realidad probada, avalada por una mayoría amplia del Supremo y por las propias diligencias que iniciaron el procedimiento. El fiscal general “dominaba todo el proceso”, según la Guardia Civil. Aún así, Sánchez vuelve a justificar la actuación de alguien próximo a él, incluso después de haber sido sentenciado. Mas allá del eufemismo de acatar la sentencia sin compartirla, lo que el Gobierno y el PSOE dicen ahora definirá su voluntad de mantenerse en las reglas del juego o ceder a la interpretación cesarista que Sánchez hace del poder.
Porque -más allá de los hechos-, la reacción presidencial a la condena plantea una pregunta con una sola respuesta: ¿Qué presidente democrático responde a un fallo del Supremo asegurando que defenderá la “soberanía popular frente a quienes pretenden tutelarla”? ¿Desde cuándo es una amenaza a la soberanía popular que los jueces interpreten, apliquen o hagan cumplir la ley? La respuesta revela un deterioro profundo y acelerado, del ecosistema moral de Moncloa. Sánchez gobierna como si la legalidad fuera un decorado, y las instituciones existieran exclusivamente para aplaudir sus estrategias y enjuagues. Como si el país estuviera obligado -moralmente, políticamente, incluso emocionalmente- a compartir su visión personal. De ahí que cuando uno de sus fieles cae, lo haga abrasado por una mezcla de obediencia, confianza mal entendida y exposición absoluta al juicio público. Porque Sánchez jamás frena a los suyos: los empuja al frente de batalla, los convierte en parapetos y, cuando llega el impacto, se retira para salvarse él y salvar su discurso.
García Ortiz es otra víctima de esa lógica, pero es –sobre todo- responsable por prestarse dócilmente a destruir la frontera entre Fiscalía y Gobierno, transformando un conflicto político en una maniobra institucional que ha terminado en condena. Una condena judicial, moral e institucional. Que alcanza de lleno a su jefe y mentor. El deterioro es visible, agudo y peligroso. La sentencia del Supremo no solo inhabilita a García Ortiz; evidencia la inhabilitación moral de un Gobierno que actúa como si el Estado fuera suyo. Y de un presidente que, cada día más, confunde su supervivencia con la salud democrática del país.
La grieta sigue creciendo.