La humillación

Francisco Pomares
Que la legislatura ha terminado parece un hecho. Y no porque lo diga Pedro Sánchez, ni porque haya caído el Gobierno, sino porque lo ha decidido Puigdemont. Desde Waterloo, el prófugo más caro de la democracia española ha anunciado —por boca de su lugarteniente Míriam Nogueras— que Junts vetará desde ahora todas las leyes del Ejecutivo. Todas. Medio centenar de textos legislativos, incluidos los Presupuestos Generales y la reforma de la Justicia, quedarán bloqueados. En resumen: el Gobierno queda políticamente secuestrado por siete diputados que apenas representan al uno por ciento del censo nacional.
La decisión de Junts, más que un simple portazo, es una humillación pública, una afrenta siniestra que revela la inanidad del esfuerzo de año y medio de un Gobierno arrodillado, capaz de adaptar su discurso para aceptar el chantaje, dispuesto a malgastar su tiempo en un pantano de reuniones en el extranjero, mediadores internacionales y concesiones inverosímiles —amnistía incluida— o a regalar a sus socios catalanes millones y más millones de euros robados al resto de los españoles. A cambio, esos mismos socios han decidido que ya no hay trato. “La paciencia se ha acabado”, ha dicho Nogueras, y con ella se ha acabado también la ficción de la estabilidad con la que el Gobierno de Sánchez ha jugado a engatusar al país. Sánchez, que presumía de haber domesticado al independentismo, acaba de descubrir que quien pone la correa no es él.
Pero lo realmente llamativo no es esta ruptura anunciada, sino la aparente normalidad con la que el Gobierno la encaja. En Moncloa aseguran que “la mano sigue tendida”, como si todavía hubiera margen para otro perdón, otra cesión o una humillación más, cuando la realidad es que esto ya no funciona. Junts ha exprimido al Ejecutivo hasta la última gota: ha cobrado la amnistía, el uso del catalán en Europa, la condonación de la deuda, el cupo fiscal, la mesa bilateral, el mediador internacional y los gestos simbólicos. Y ahora, simplemente, Junts se retira dejando al presidente desnudo, sin votos y sin autoridad.
Lo que esta crisis pone en evidencia es la fragilidad de un Gobierno dispuesto a asumir la degradación institucional del país. Un Gobierno que ha permitido que su política nacional dependa de una fuerza residual. Junts no gobierna Cataluña —donde ni siquiera tiene la presidencia—, pero gobierna España. Y lo hace desde un despacho en Bruselas, dictando condiciones a cambio de mantener a Sánchez un día más en el poder. Es el precio de haber aceptado que, en política, la aritmética es más importante que los principios.
La portavoz Nogueras ha sido cruelmente explícita: “Sánchez debería explicar cómo va a seguir gobernando”. Y tiene razón. Si no puede aprobar leyes ni presupuestos, si sus aliados se le rebelan y el PP no está dispuesto a servir de muleta, la única respuesta aceptable sería convocar elecciones. Pero Sánchez no gobierna con lógica: gobierna con reflejos. Y su instinto siempre ha sido resistir. Aunque no quede legislatura, ni programa, ni credibilidad, seguirá buscando oxígeno en la retórica victimista, en el “nos atacan”, en la conspiración perpetua.
La ruptura con Junts también desnuda el fracaso de su política catalana. Sánchez prometió “reencuentro” y “diálogo”, y lo que ha conseguido es desconfianza y rechazo. En lugar de recuperar la autoridad del Estado, la ha subcontratado a quienes sueñan con destruirlo. Ha convertido la política española en un zoco persa donde se trafica con competencias, leyes y presupuestos a cambio de que le dejen vivir en Moncloa. Hoy Junts rompe el pacto no porque el Gobierno se haya mantenido firme, sino porque ha sido miserablemente débil: cuando el poder se arrodilla para subsistir, termina arrollado por el desprecio. El PSOE trata de vender la humillación como un “bache en la legislatura”. Zapatero incluso ha dicho que la ruptura fue “cordial”, una metáfora perfecta de lo que es el sanchismo: un derrumbe prolongado en el tiempo, en el que lo que está en juego no es la relación más o menos cordial con Puigdemont, sino la dignidad del Estado.
Sánchez se enfrenta ahora a la paradoja que siempre ha querido negar: para sobrevivir, necesita los votos de quienes acaban de dinamitar su Gobierno. Su dependencia tóxica de Junts es el verdadero retrato de esta legislatura: un Ejecutivo rehén de sus socios, sostenido sobre la ficción de un diálogo que no existe y sobre la cobardía de un presidente dispuesto a cualquier cosa con tal de no perder el cargo.
Junts ha hecho lo que era previsible: usar el poder que se le entregó para imponer su agenda. Sánchez paga el precio de gobernar con quienes quieren destruirle. No creo que siquiera sea consciente de que su Gobierno cautivo no ha servido de nada.