La implosión herreña

Francisco Pomares
El PP de El Hierro ha dejado de existir. No oficialmente, claro, porque los partidos nunca mueren del todo: se disuelven lentamente, como azucarillo en aguardiente. Después de la dimisión de su presidente insular, Juan Manuel García Casañas, y de la deserción en bloque de siete de sus ocho cargos públicos —entre ayuntamientos y Cabildo—, lo que queda del Partido Popular herreño son apenas las siglas y un despacho vacío. Si esto no es una implosión, no sé qué más esperan para declararlo.
La gota que ha colmado el vaso ha sido el pacto entre los consejeros populares Rubén Armiche y Anabel López con el PSOE e Izquierda Unida para sostener a Alpidio Armas en la presidencia del Cabildo. Un acuerdo desautorizado por la dirección regional y nacional del partido, pero que los protagonistas han defendido con entusiasmo propio de conversos al pragmatismo con acceso al Presupuesto. El PP ha abierto expediente de expulsión a ambos, pero ya da igual: los herreños llevan tiempo gobernándose al margen de las siglas. El último en marcharse ha sido el propio presidente insular, que entregó su cargo al ver que cinco de los seis concejales populares en los tres ayuntamientos de la isla también se declaraban “no adscritos”. En política, encontrarse con algo así obliga a tirar la toalla. Casañas participó –siquiera de oídas- de la operación de Armiche para entrar en el poder insular, pero cuando sus jefes de Madrid y Canarias le leyeron la cartilla y le dijeron que nones, fue disciplinado e hizo lo posible por convencer a Armiche. No lo logró. Supongo que debió dolerle: ambos son muy amigos, y la negativa de Armiche a reconsiderar su postura le puso a los pies de los caballos en Santa Cruz y en Génova. La deserción en bloque de ‘los otros’, que han jugado estos últimos meses al despiste, le obligo a rematar la faena. Su renuncia es un acto de decencia, pero también un desastre para el PP isleño y –por extensión. para el PP canario. Porque el caso herreño no es una anécdota local: es un retrato grotesco de la crisis general de los partidos en los territorios pequeños, donde las lealtades personales pesan mucho más que las ideológicas, y donde los equilibrios de poder se negocian a base de parentescos, encuentros en torno a una mesa con vino peleón y chocos guisados, y viejos recuerdos y favores. En El Hierro, la política funciona como una comunidad: todos se conocen, todos se vigilan, todos se necesitan. Los partidos nacionales son un decorado que sólo existe cuando llegan las elecciones.
Por eso, cuando alguien intenta imponer disciplina desde Santa Cruz o Madrid, lo más probable es que lo manden a paseo con argumentos como “es que el corazón me dice que debo hacer esto”. García Casañas –un político experimentado, que sabe leer lo que ocurre- ha decidido marcharse antes que seguir presidiendo una entelequia en la que ya no le obedecen ni a él ni a nadie. Lo suyo es una dimisión honesta, aunque también inevitable: nadie puede dirigir una organización en la que el 90 por ciento de los cargos decide ignorar la línea oficial y seguir a su aire.
De este naufragio, Alpidio Armas sale reforzado. Ha conseguido mantenerse en la presidencia gracias a un acuerdo insólito con el PP e IU, mientras su principal socio, David Cabrera, sigue rumiando el enésimo cese. La política herreña se ha convertido en un género en sí misma, mezcla de vodevil y realismo mágico. Solo en El Hierro puede coexistir un presidente socialista sostenido por consejeros populares en rebeldía. La historia tiene un punto tragicómico, porque los rebeldes tampoco parecen tener claro qué defienden, más allá de su derecho a hacer lo que der les antoja. No hay detrás del apoyo a Elpidio una causa política, ni siquiera una estrategia local. Lo que hay es una mezcla de hartazgo y oportunismo, ingredientes habituales en la cocina herreña. El pacto con el PSOE e IU no se explica por afinidad ideológica, sino por el sagrado instinto de tocar poder. Pero si mañana el viento sopla en otra dirección, nadie dude que algunos volverán a jurar fidelidad al PP o a quien toque.
La dirección nacional del partido ha hecho lo único que podía hacer: abrir expedientes y mirar hacia otro lado. Lo de El Hierro no tiene arreglo a corto plazo, y nadie en Génova va a perder el sueño por una isla en la que solo votan seis mil personas, y de ellas apenas un poco más de 800 al PP. Pero el episodio revela una verdad incómoda: la descomposición de las estructuras partidarias en un ecosistema político cada vez más fragmentado, donde los personalismos pesan más que las siglas y los pactos se cierran entre cafés y rencores. El Hierro solo lo muestra de forma más visible, más desinhibida, con ese punto de sainete que convierte cada crisis en una tragicomedia isleña.