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La mani

Myriam Ybot

 

Volvió a suceder. Lanzarote se manifestó alto y claro para exigir un futuro de dignidad y confianza. No habló contra nadie sino para toda la comunidad, pues la responsabilidad con el territorio es y debe ser compartida.

 

La isla elevó su voz para reclamar una acción política comprometida y ajena a cortoplacismos interesados, con los valores ambientales bien puestos; sin señalar con el dedo, sin buscar culpables ni otorgar medallas entre quienes han llevado las riendas de la gestión pública mejor o peor, para bien o para mal, en las últimas décadas.

 

Lo hizo también para soñar en voz alta con un empresariado con voluntad de cualificar su oferta turística a través de la mejora de las condiciones sociolaborales de sus plantillas, que deje de mirar a la gallina con avidez, cuchillo en mano, por si pudiera obtener todos los huevos de oro del taponazo. Solo obtendrá un amasijo de sangre y plumas.

 

La propia ciudadanía invitó, a punta de pancarta y megáfono, a profundizar en el aforismo de ese pan para hoy que nos lleva ineludiblemente a un mañana hambriento, y a echar la vista atrás, al camino de inteligencia y tesón recorrido por generaciones de ancestros.

 

Decían sus detractores, mientras auguraban siniestras algaradas y rastreaban grupos agitadores de oscuras intenciones, que las acciones populares espantan al turismo; pero las encuestas de opinión realizadas en los lugares de origen muestran que, para la mayoría de potenciales visitantes, estas reivindicaciones callejeras nunca serán motivo para desistir de sus vacaciones en tierras canarias. Me atrevo a imaginar que habrá incluso quien admire el valor de un destino que pone sus afectos y su supervivencia por delante de sus ingresos. Yo lo haría.

 

Esta vez no hubo soledad en la interpelación; no estuvo Lanzarote vociferando en el desierto como en anteriores ocasiones: los impactos del turismo de masas sobre los recursos, los entornos naturales, los servicios públicos, la vivienda, los residuos o la habitabilidad de pueblos y ciudades afecta a las ocho islas, y por eso el archipiélago en peso se ha sumado al desafío de un cambio de paradigma.

 

Se trata de entornar la puerta, de poner en la balanza el peso turístico y la fragilidad de su sostén de malpaíses y jable. De recuperar aquella imagen de joya exquisita y singular que propuso César. De volver al frasco pequeño.

 

Que no se confunda con turismofobia. Nadie en su sano juicio renunciaría a una industria que ha sacado a este territorio árido y seco de su miseria secular y ha generado calidad de vida para su población. Pero cuando se pone en tela de juicio el beneficio colectivo porque redunda en unos pocos en detrimento de la mayoría; cuando los daños son irreversibles y, por tanto, muy superiores a la ganancia; cuando la oferta de mercado y la presión de la demanda obligan a sacrificar las señas de identidad y la cultura de memoria y arraigo de muchas generaciones, entonces solo cabe esperar rechazo, enfado y protestas.

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