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La soberbia de los periodistas

 

Antonio Salazar

 

No es sencillo entender el amor que siente una mayoría de periodistas por el gobierno inmenso. O sí, si atendemos a la consideración que de su trabajo suelen tener (García Márquez, en infausta tarde, lo calificó del mejor oficio del mundo) y en la medida que podamos considerarlos intelectuales (que es como tienden a verse así mismos). Y sobre esto sí que se ha reflexionado mucho y bien, tratar de comprender las razones por las que los intelectuales se oponen a la economía de libre mercado. Ocurre desde tiempo inmemorial, Sócrates o Platón eran abiertamente enemigos de cualquier actividad mercantil. Los ejemplos de hoy son sencillos de enumerar, desde artistas de cine a escritores, profesores universitarios (Haidt y Lukianoff, en “La transformación de la mente moderna”, explican que son mayoría los que se definen como “progresistas”) y, por supuesto, periodistas. Pero, ¿qué pueden encontrar de atractivo en ideas que precisan alterar la naturaleza del ser humano para funcionar (?), la más de las veces por la fuerza -la violencia, monopolio legal del estado, es solo una variante pero existen también las leyes-. Hace escasas fechas, en una conversación privada, una periodista lamentaba ante un político con mando en la Hacienda el escaso aprecio que tienen los ciudadanos por el pago de impuestos, sin reparar que nadie desea hacerlo y que la querencia por tributos mayores solo es dable cuando se piensa que otros serán los llamado a pagarlos, básicamente los ricos. De hecho, en la muy civilizada y solidaria Noruega hicieron un experimento consistente en permitir el pago de contribuciones voluntarias, renunciando a las devoluciones de hacienda o mediante donaciones, de tal suerte que aquellos que consideraban que pagaban pocos impuestos, podían aumentar su aportación neta al estado. El impresionante saldo conseguido fue de 1.000 euros.

 

 

Los pagadores de impuestos sabemos que el dinero que esforzadamente ganamos podemos destinarlo a tres cuestiones importantes, que además son esenciales para el buen funcionamiento de la sociedad: ahorrarlo, consumirlo o invertirlo. Los políticos, quienes deciden con el dinero que nos extraen, tienden a malgastarlo con ineficiencias múltiples que van más orientadas a lograr su permanencia en el cargo que a satisfacer realidad social alguna. Eso es lo que no terminan de entender esos intelectuales, que las relaciones en una economía de mercado son voluntarias y solo nos relacionamos con quienes mejoren nuestro bienestar, mientras que en las economías planificadas, las relaciones son obligadas. Jouvenel, en un influyente ensayo, resumió en tres las razones para esa relación de odio con el capitalismo. Desconocimiento de los procesos de mercado, soberbia y arrogancia de estos racionalistas y un fuerte resentimiento porque ven que personas que venden productos que ellos no valoran, son mucho más ricos que aquellos otros que nos limitamos a escribir columnas en los medios.

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