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La vida de ahora nos enferma

Usoa Ibarra

 

 

Últimamente se habla mucho de la salud mental. El suicidio de Verónica Forqué ha ayudado a estrechar el cerco sobre una problemática que comienza a preocupar a nivel nacional, porque según las estadísticas se está viralizando. Es como si se hubiera reventado de pronto el dique de contención y almas perdidas nos cayeran a tropel sobre la conciencia colectiva. Como cuando en la serie de “Juego de Tronos” se nos muestra a esos que viven al otro lado el muro del Norte, que acechan primero y avanzan después (grises e inhumanizados) para romper la barrera que les separa del mundo de los vivos. Es curioso este símil, porque precisamente, ahora que empezamos a hablar de la salud mental sin eufemismos, podemos darnos cuenta de que muchos de los que están en apariencia integrados socialmente realmente están muertos en vida (y por lo tanto en un lugar muy lejano del de la colectividad).

 

Muchas de esas almas errantes consiguen conciliar  su “vida normal” con sus angustias, miedos, inseguridades o delirios, porque este tipo de enfermedades permiten activar por un tiempo el piloto automático y seguir avanzando en el día a día.  Es posible que durante mucho tiempo esas personas no parezcan enfermas, porque el instinto de supervivencia les lleva a apretar los dientes y a aguantar. Sin embargo, la enfermedad consigue supurar por esos huecos que no se tapan ni con nada ni con nadie y que se convierten en un recorrido infecto. Cuando esas personas ya están inmersas en la toxicidad es cuando abatidas se rompen, y cuando es muy difícil ayudarles a retomar el vuelo, porque están exhaustas de luchar en silencio.

 

Hay otra serie titulada una “Familia unida” que perfectamente muestra cómo un estilo de vida sobrepasado a nuestra posibilidades nos puede abocar a la ruina personal. Estamos inmersos en ese esquema social en el que se valora  agotar las fuerzas para conseguir nuestros propósitos, hacer malabarismos con nuestro trabajo y nuestro hijos, disfrutar al máximo con experiencias cada vez más extremas, y ser capaces de la multitarea como si eso fuera un valor genético.

 

El capitalismo que hemos aceptado como sistema nos aporta esa inyección de aparente satisfacción, porque comparándonos con nuestros antepasados podemos decir que tenemos más cosas y más accesibles. Sin embargo, el ejercicio que deberíamos hacer es el de tomar conciencia de cuánto realmente nos está costando ese “llegar a todo”. Y no me refiero únicamente a aspectos materiales, sino a la percepción de que el mundo puede estar a nuestro pies lo que nos lleva a sentir un falso entusiasmo por quererlo abarcar y por querer sobrepasar nuestros propios límites.

 

Las almas errantes que deambulan sin rumbo también están inmersas en esa rueda con el hándicap de que los demás no las detectamos. Únicamente, cuando la fatalidad llega, es cuando por unos minutos nos enmudecemos y tomamos conciencia del dolor ajeno, constatando fugazmente que algo no va bien.

 

 

 

En general, estamos agotados de hacer y hacer, pero nos desfogamos comprando o planeando 30 días de vacaciones al año y eso ya nos edulcora por un tiempo. Se habla de que el precio de un psicólogo es caro, pero es lo mismo que uno se gasta en una noche de cena y copas. Muchas veces, el valor de las cosas no se debería computar a su coste, sino a su rentabilidad. Y está más que claro que hoy por hoy deberíamos saber priorizar lo que realmente puede ayudarnos a sentirnos más vivos y menos dependientes de las condiciones impuestas de una vida, que no es natural, sino definida por un sistema. 

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