Lengua, votos y facturas

Francisco Pomares
Especialista en mercadeos, Pedro Sánchez ha convertido un asunto serio –esta vez la convivencia lingüística- en trueque de mercadillo. Junts, en su enésima subasta parlamentaria, ha arrancado una enmienda al proyecto de Ley de Atención a la Clientela, que obliga a las grandes empresas -las que tienen más de 250 empleados o se colocan en los 50 millones de facturación- a responder a sus clientes en la lengua en la que estos se expresen. Catalán, vasco, gallego… o lo que toque. El objetivo teórico es blindar el catalán, aunque yo creo que se trata más bien de volver a demostrar que el “poder decisivo” de Puigdemont sigue ahí, presente en la vida política española. Cada cual tiene sus propias inseguridades… y la del prófugo de Waterloo no parece ser retroceder electoralmente en Cataluña, sino que el Gobierno de España le pierda el respeto.
De momento, la presión constante había funcionado, pero ayer se agrió un poquito el idilio. El ministro Bustinduy, masacrado en redes a cuenta de la enmienda catalana, aclaró que la obligación solo regiría “allí donde las lenguas son cooficiales”. Junts había explicado antes que la norma se aplicaría en todo el país, de Murcia a Lugo, pasando por Cuenca. La ambigüedad final del propio ministro —“la ley está en negociación”— huele a lo de siempre: ofrecer a cada cual lo que quiere escuchar. Y pagar de nuevo la factura que pase Cataluña, si es posible sin que se note mucho. El Gobierno, fiel a su costumbre, juega a prometer a los indepes un blindaje lingüístico en todo el territorio nacional que luego matiza cuando medio país se endemonia.
Es la lógica que preside esta asirocada legislatura en la que no acaba de pasar nunca nada: dosis enormes de tacticismo, raciones McDonald de oportunismo desatado, y toneladas de concesiones territoriales que se disfrazan en el relato gubernamental como grandes avances sociales. Esta vez el envoltorio de la concesión a Puchi y los suyos es la defensa de las lenguas cooficiales. Por supuesto, a estas alturas nadie cuestiona el valor del catalán ni el derecho de los catalanes a usarlo; lo que chirría es que la obligación de atender en catalán pueda imponerse a una empresa de embutidos de Cáceres que jamás ha operado en catalán y cuyos clientes tampoco lo demandan. Ni siquiera el Gobierno parece de verdad dispuesto a llegar tan lejos, aunque se cuida de decirlo con rotundidad para no molestar a un socio cada día más impertinente y subido a la parra..
La ligereza con que se utiliza el catalán como moneda de cambio produce cierta grima. Esta semana, Sánchez intentara convencer al canciller de Alemania de que retire su negativa preventiva a cooficializar el catalán en los organismos europeos. El Gobierno no puede dejar que el Senado cuele una enmienda para garantizar el cobro de las subvenciones aéreas a las aerolíneas, pero puede pagar lo que haga falta para que todos los textos se traduzcan al catalán en Europa. A fin de cuentas, sólo se trata del dinero de nuestros impuestos. El Gobierno tampoco tiene ningún reparo en politizar la actividad privada, imponiendo cargas que nada tienen que ver con la eficiencia económica ni con los derechos reales de los clientes.
Pero lo hace, y además, en un momento de desaceleración, cuando las empresas reclaman menos burocracia y controlar los costes añadidos para no perder comba en los merrcados. Por eso, CEOE ha saltado rápidamente en contra de la medida hablando de “pérdida de competitividad”, y las patronales de Madrid y Andalucía han denunciado una nueva “injerencia política” en la gestión de las empresas. No es un capricho: el coste de formar a plantillas enteras en varias lenguas no es solo un pequeño ajuste contable. Desde el aumento del salario mínimo al fracasado recorte de jornada, o el coste de las nuevas plantillas políglotas, el Estado legisla, pero pasa la factura de lo que aprueba a otros. Nadie finge siquiera que de lo que se trate ahora sea de mejorar la atención al cliente. Se trata de sumar votos en el Congreso, no de atender mejor a los compradores. Junts necesita exhibir nuevos trofeos ante un electorado que en las encuestas castiga el pacto con el PSOE, y el PSOE necesita a Junts para sobrevivir.
Hay en todo esto una ironía cruel: se invoca diversidad para imponer uniformidad. Se dice proteger las lenguas cooficiales obligando a todos, incluso a quien nunca las ha usado, a convertirlas en requisito laboral. Se habla de “derecho del consumidor” para trasladar a las empresas el coste de una estrategia política. Se dice trabajar por la libertad cultural, mientras se cercena la libertad de empresa.
Al final, la pregunta es sencilla: ¿quién gana con tanta memez? Pues gana el Gobierno que, una vez más, logra cambiar el foco: mientras discutimos si un operador de Albacete debe contratar a un teleoperador que hable vascuence, se nos olvida que la inflación se merienda los regalos salariales del Gobierno, se nos olvida la trama de corrupción en el PSOE o las investigaciones que acechan a la familia presidencial.