Viernes, 05 Diciembre 2025
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Guillermo Uruñuela

 

Era un miércoles normal. Sin nada aparentemente extraño dentro del frenesí del día a día de un padre de familia numerosa. Jimena, de cuatro años, solicitó mi ayuda. “Papá tengo que practicar en casa”, o algo así le entendí. Voluntarioso me interesé por saber qué tenía que hacer y así ponerme a su disposición. Todo ello huelga añadir, en medio de una comida, con los filetes en la sartén y dos críos más contándome sus batallas de la jornada, porque los niños no entienden de tiempos ni de inoportunidad.

El caso es que, tras explicarle que lo haríamos después, Jimena incesantemente requirió de nuevo mis servicios, con un fregadero desbordado y las agujas amenazándome por las actividades vespertinas. “¿Qué tienes que hacer?”, inquirí; evitando en todo momento utilizar para ello la primera persona del plural. “Leer esto”. Me contestó.

En la actividad que por suerte esta vez venía en una ficha física, aparecían las sílabas “La, le, li, lo y lu”. Así que comenzamos y allí estuvimos hasta que me di cuenta de dos cosas:  hay que tener mucha paciencia para ser maestro (cosa que ya intuía) y saber cómo se enseña a leer la “L” con la “A” y también con la “O”. Tras varios minutos y con el agua al cuello acabé suprimiendo, por necesidad y supervivencia, la clase particular de lectura con un “cielo, que la profe te enseñe porque yo no tengo ni idea de qué más te puedo aportar”. Me miró como entenderán con cara de circunstancia.

A su vez, Lucas, con ocho años me comentó que tenía que entregar un ejercicio al día siguiente y también me presentó una hoja medio en blanco ante la que yo me preguntaba qué había que hacer. “Papá, está explicada la tarea en el Google Classroom”. Y claro, uno se da cuenta de que no tiene la contraseña, que no se acuerda del correo en cuestión y que incluso en el mejor de los casos pudiendo entrar no sabes ni donde mirar. “Con lo fácil que es poner un enunciado en la hoja para que Lucas lo lea y lo pueda hacer solo”, pensé, pero claro no se lo dije. Mientras ocurría todo eso, Guillermo, quería que repasara con él algunas cosas de matemáticas que ya se escapan a mi memoria.

Todo ello mientras llega la hora de partir y por supuesto, los platos y los vasos, siguen por alguna extraña razón en el mismo sitio que los dejé.

Y entonces me preguntaba interiormente. ¿Hemos mejorado? Yo no recuerdo ni una sola vez a mis padres estudiando conmigo. Esa era mi responsabilidad y mi obligación, pero ahora parece que además de todo lo que se nos presupone a los progenitores también tenemos que saber enseñar a una niña de cuatro años a leer “lo, la y le”.

 

Cojonudo.


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