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Lo que usted tiene es soledad

Usoa Ibarra

 

 

La soledad tiene muchas caras, y muchas formas, pero hoy le voy a poner un nombre: Begoña. Ella era una “R” de mujer: resuelta, resolutiva, revolucionaria para su época, y muy rebelde. Fue aceptando desde niña su no lugar, su no destino familiar, su no vida acomodada. Lo fue aceptando de cara a la galería, pero nunca en su mundo interior donde le iban creciendo “demonios” de todos los colores y formas. Le costó entender que esos “demonios”, que ella cobijaba en secreto, eran realmente su propia esencia. Los movimientos telúricos que desplazaron la concepción de su yo social a uno más auténtico y visceral comenzó en soledad.

 

Fue necesario un vacío, una desgana, y una depresión diagnosticada, para que Begoña y sus “demonios” erupcionaran. Y fue necesario que se viera en ese borde del abismo para que los que con tanto esmero se habían preocupado en pulirla (a la manera socialmente aceptada) se dieran cuenta de que habían confeccionado un disfraz y no un traje a su medida.

 

Y cuando esto ocurrió, la soledad que hizo emerger esos “demonios” (macerados durante tantos años de aislamiento e incomprensión) se disipó. Ella cambió el rumbo, y con libertad y sin las ataduras sociales anteriores, empezó un nuevo camino desde el que construyó lo que consideraba su verdadera identidad.

 

El problema es que la soledad es un estadio vital del que nadie escapa. Es una etapa existencial que hay que franquear, soportar, asumir o asimilar. Cada uno con su mecanismo, porque la soledad es muy personal. Hay personas que se sienten solas rodeados de muchas personas y hay personas que se sienten solas cuando una sola persona no les hace caso.

 

A Begoña la soledad “dolorosa” le llegó con un bofetón a dos manos. Y además en su momento personal más débil. La mujer “R” (resolutiva, revolucionaria y rebelde) se vio confinada en 45 metros cuadrados (su casa la compró pensando en que era céntrica y funcional: más bien un apartadero para comer, dormir e higienizarse). La soledad no era inquilina de ese minúsculo piso.

 

Pero con el confinamiento, la soledad que en su infancia y adolescencia puso color a sus “demonios” ahora los deformaba de una manera insoportables. Esa mujer, definida en el mundo laboral como resuelta y eficiente, se sentía miserable. ¿Qué había cambiado para no poder dominar ese estadio tan conocido y tantas veces abrazado?

 

La respuesta es simple: la elección. Begoña tuvo la posibilidad de elegir sus monstruos, sus aislamientos, sus momentos de confrontación. Y cuando uno tiene esa libertad realmente está sintiendo la soledad como una compañera. Pero, cuando la soledad se impone de una manera tan sorpresiva y arrogante (porque te la imponen), simplemente se muestra cruel.

 

Dejo a un lado el caso de Begoña para centrar unas líneas en quienes la soledad les carcome todos los días de su vida sana sin remisión: nuestros mayores. La gran mayoría están facultativamente disponibles para la sociedad, pero les abocamos a la soledad “insana” (la que no se elige). Y eso les obliga a convivir con “demonios” que no reconocen como propios y que les asfixia. 

 

“Cuando la soledad se impone de una manera tan sorpresiva y arrogante (porque te la imponen), simplemente se muestra cruel”

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