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Morir en prisión

Por Francisco Pomares

Publicado en El Día

 


Ignacio González murió ayer pasado el mediodía en Tenerife II, donde cumplía cinco años de condena por el caso Las Teresitas. Desde su ingreso en prisión, en abril de este año, con 83 años de edad y ya aquejado de un alzhéimer muy avanzado que le impedía reconocer a las personas o siquiera el lugar dónde se encontraba, fue llevado a la enfermería de la cárcel, donde se le atendía con más voluntad que eficacia, porque una prisión no es el lugar adecuado para atender la fase final de una enfermedad degenerativa, como en varias ocasiones plantearon los propios responsables de la enfermería. En los últimos meses, su estado personal era tan deplorable que no controlaba sus funciones corporales básicas, no era capaz de alimentarse por sí mismo y no se le levantaba de su silla de ruedas excepto para acostarle. La dirección de la prisión tuvo que ordenar construir un baño especial para poder lavarle a diario, dado que no podía mantenerse en pie, y las visitas familiares que recibía con frecuencia -su hija abogada acudía constantemente a verlo- se realizaban siempre en la propia enfermería, dada la incapacidad de González para llegar hasta la sala de visitas donde los reos se encuentran con los familiares a través de un cristal separador.

 

La familia del empresario, conocedora de esa situación, intentó insistentemente que -dada la evidencia de su muerte cercana- González cumpliera el resto de la sentencia en casa, donde podría haber sido medicado con seguridad y atendido mejor. Pero no hubo forma de que nadie atendiera esa petición, normalmente aceptada cuando se trata de enfermos terminales de avanzada edad. La Junta Penitenciaria, responsable de las autorizaciones de tercer grado, visitas y permisos, integrada por el director de la prisión, un juez, un médico, un psicólogo, y varios funcionarios, denegó todas las solicitudes de los abogados, realizadas con base en las excepciones que establecen la ley general penitenciaria y el reglamento de prisiones.

 

Creo que mantener a González en prisión hasta su muerte ha sido una crueldad poco justificable: la ley establece que el objetivo de la condena es la rehabilitación, y aunque sabemos que muy raramente se cumple ese objetivo, en el caso de un hombre octogenario, y con sus facultades destruidas por el alzhéimer, es directamente imposible. Para muchas personas, el objetivo de la prisión no es la rehabilitación, sino el castigo, y aquí tampoco vale lo de retener a un pobre viejo enfermo, perdidas sus facultades mentales, para dar ejemplo o para lo que diablos sea.

 

No pretendo exculpar a González: le señalé como uno de los responsables de la trama de Las Teresitas cuando era un mandamás, y me llevó a los tribunales por denunciar el uso ilegal de fondos poco claros en la financiación de aquel partido -el CCN- que le compró a su hijo Nacho. También dije hace dos años que la sentencia de Las Teresitas no hizo toda la justicia que se esperaba de ella: no fueron condenados todos los responsables, y alguno de los condenados lo fue por pasar por allí. Pero todo eso es ahora irrelevante. Lo único cierto es que una sociedad que deja morir a un viejo enfermo de alzhéimer en una prisión, sólo para dar ejemplo, no es un ejemplo de justicia, sino de venganza. Un deseo de venganza que a veces llega a pudrir cualquier asomo de humanidad.

 

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