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Por Francisco Pomares

 

Rafael Yanes, diputado del Común, suele decir que si las administraciones hicieran correctamente su trabajo, la institución que él dirige y encarna no sería necesaria. Tiene razón: la función primera y más importante de la Diputación del Común es ocuparse de las quejas que los ciudadanos tienen por actuaciones incorrectas, erróneas o abusivas de la Administración.

 

A veces se nos olvida que las administraciones públicas no están para ser ocupadas por una cuerda de políticos, asesores y enchufados: su principal función es atender las necesidades de los administrados. Y cuando no lo hacen, es cuando cobra relevancia el papel del defensor de la gente corriente y molinete, el común. Porque cuando una multinacional o una corporación se sienten perjudicadas por una arbitrariedad o una decisión que consideran injusta, acuden tranquilamente a sus abogados, y sin estos los que defienden diligentemente sus intereses, a tanto la pieza y el recurso. El ciudadano común no siempre puede tener a mano a un bufete de picapleitos con el que iniciar un procedimiento por un pésimo servicio, ni gastarse su sueldo en denunciar a un concejal.

 

Para cubrir la defensa de las causas perdidas de esos miles de personas damnificadas por decisiones administrativas (o por su ausencia o dilación), se incorporó a la Constitución española la figura del Defensor del Pueblo, heredada de la tradición política centroeuropea, y las Autonomías copiaron la idea en sus Estatutos y establecieron figuras equivalentes. Creo recordar que hubo cierto recochineo no exento de suspicacia sobre la efectividad de sus acciones, cuando el poeta palmero Luis Cobiella, primer diputado del Común de Canarias, empezó a tramitar las primeras quejas de los ciudadanos, hace ahora poco más de 35 años. Desde entonces, se han tramitado 50.000 quejas, con resultados positivos en seis de cada diez. No es para tirar voladores, pero menos da una piedra.

 

La Diputación del Común es básicamente un organismo mediador, que actúa pidiendo información a las administraciones sobre las quejas presentadas contra ellas, y que carece de toda capacidad coercitiva. De hecho, el principal problema al que se enfrenta -aparte la recurrente carencia de recursos económicos y medios humanos- es su absoluta incapacidad para obligar a las administraciones más opacas y obstruccionistas a atender las quejas o siquiera informar sobre ellas.

 

Rafael Yanes, que fuera alcalde de Güímar y es por eso un hombre de acción, ha planteado la posibilidad de que la institución pueda penalizar -multar ha sido el término utilizado- a las instancias que se nieguen a colaborar facilitando información, algo que ha sido contestado por el último diputado del Común, Jerónimo Saavedra, y por el ex Defensor del Pueblo Álvaro Gil-Robles. Ambos creen que la Diputación debe limitarse a utilizar la "sanción moral" que supone el denunciar públicamente el obstruccionismo de las administraciones incumplidoras.

 

Es una idea respetable, supongo que fruto de su propia experiencia, pero a mí se me antoja poco práctica. Sería impensable atribuir a la Diputación la posibilidad de emitir veredictos sobre las quejas, competencia exclusiva de la Justicia. Pero no se trata de eso, se trata de que no tiene mucho sentido encargarle a alguien una encomienda -mediar en el trámite de las quejas ciudadanas- y negarle al mismo tiempo la capacidad de exigir la información imprescindible para poder hacer ese trabajo.

 

A algunos les parecerá un asunto menor. Pero no lo es, en absoluto: 30.000 vecinos de Canarias -quince de cada mil- han recibido una satisfacción de sus cuitas ante la administración, aunque solo sea moral, gracias a la existencia y el trabajo realizado por una institución que nos cuesta muy poco. Eso refuerza la democracia. Si la Diputación contara con una mínima capacidad para penalizar la negativa a responder de las administraciones, sin duda la mayoría de esos otros 20.000 canarios que recurrieron a ella no se habrían quedado con las ganas.

 

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