Viernes, 05 Diciembre 2025
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Francisco Pomares

 

No, no es lo mismo. No es comparable ser el novio de una presidenta regional que ser el fiscal general del Estado. No es igual cometer un fraude a Hacienda que utilizar un cargo institucional para perjudicar políticamente a un adversario. No es lo mismo sentarse en el banquillo por engañar (mucho) a Hacienda que por traicionar la confianza depositada por los ciudadanos en quien representa al Ministerio Público. No es lo mismo, pero a Pedro Sánchez y a su Gobierno les interesa que lo parezca.

Desde que el Supremo ordenó abrir juicio contra Álvaro García Ortiz, la maquinaria del relato se activó con urgencia y perfecta coordinación con los medios más beligerantes a favor del Ejecutivo. El objetivo es evidente: diluir la gravedad de que el fiscal general del Estado esté procesado por revelar secretos con intención de dañar a los adversarios del Gobierno; esconder un comportamiento inaceptable en democracia entre la bruma de otros escándalos; y sugerir que lo ocurrido con García Ortiz —el fiscal del Gobierno, según Pedro Sánchez— no puede ser más grave que la situación procesal del novio de Ayuso. Una comparación burda, interesada y profundamente indecente. Pero al Gobierno, que no solo controla la Fiscalía sino también la televisión pública, parece funcionarle. No es extraño, tras semanas de exposición permanente y reiterada del novio y de Ayuso. Tanto monta, monta tanto.

El novio de Ayuso está acusado de defraudar a Hacienda. Un delito que —una vez probado— deberá tener las consecuencias previstas en el Código Penal. Pero González Amador no es funcionario, ni político, ni representa a nadie más que a sí mismo. Es un particular que, como tantos otros defraudadores, intentaba llegar a un acuerdo con la Agencia Tributaria para evitar un juicio por fraude. Que se sepa, no está en posición de acceder a documentos públicos para filtrarlos, ni puede utilizar su cargo para perjudicar a terceros, ni ha ofrecido ruedas de prensa incriminando a nadie. Su única relación conocida con el poder es sentimental: vive —al menos hasta ahora— con la presidenta de Madrid. Y eso, en un Estado de Derecho, no lo convierte en responsable de nada más.

El fiscal general, en cambio, no es un particular. Es el máximo representante del Ministerio Público, y está acusado de haber utilizado su cargo para difundir, a través de una nota oficial, datos fiscales protegidos de una persona física. ¿El motivo? Desacreditar a esa persona y, por extensión, debilitar políticamente a su pareja, principal adversaria del sanchismo en Madrid. No se trata de un error administrativo ni de una simple metedura de pata. Es una vulneración gravísima del deber de reserva y neutralidad al que está obligado por ley.

García Ortiz, aunque Sánchez insista en no darse por enterado, no es el fiscal del Gobierno. Su función no es acompañar al Ejecutivo en sus aventuras políticas, ni en sus guerras contra la oposición, ni en sus trampas y persecuciones. Y, sin embargo, el Gobierno que lo nombró insiste en mantenerlo en el cargo. Aunque el Supremo lo siente en el banquillo y la ley y la costumbre digan que un fiscal no puede estar procesado. Aunque el escándalo sea mayúsculo, único en la historia institucional de la democracia española. Aunque el Consejo Fiscal lo abandonen, las asociaciones reclamen su cese y la legitimidad de la Fiscalía se haya desplomado. Nada importa si el fiscal sigue siendo útil al presidente.

No se trata de un caso aislado, sino de una constante. Cuando los escándalos salpican al adversario, el Gobierno exige dimisiones inmediatas, presume de superioridad moral y reclama ejemplaridad. Cuando el escándalo brota dentro mismo de Sus filas, se aplican otros criterios: la presunción de inocencia se convierte en dogma sagrado, las responsabilidades políticas desaparecen y los delitos se minimizan como simples errores o irregularidades.

Ángel Víctor Torres con José María Ángel, comisionado del Gobierno para la Dana, que falsificó un título para acceder a un puesto público

Ocurre con García Ortiz, como ocurrió antes con Ábalos, con Koldo, con Santos Cerdán, con el trampantojo de las mascarillas, con la financiación del PSOE o con los simpáticos burdeles del padre de Begoña, convertidos por la propaganda en “espacios para la libertad sexual”. Pasa lo mismo con José María Ángel, comisionado del Gobierno para la Dabna, que falsificó un título para acceder a un puesto público. El fraude pasó inadvertido hasta que fue nombrado alto cargo del Ministerio del Interior, muchos años después. Y desde el PSOE se le quiere exonerar en nombre del tiempo transcurrido, de sus méritos y de los servicios prestados. Literal.

El mensaje es que si eres de los míos, todo se perdona y se justifica. Lo que en otros se considera intolerable, si lo hacen los tuyos se convierte en anécdota. Si no se puede tapar, se aplica la equidistancia moral: “Sí, es grave, pero mira lo de Ayuso. Es peor”.

Pero no. No es lo mismo. No puede aceptarse que el Estado juegue con cartas marcadas. Un fiscal no debe actuar como un militante. Y un Gobierno no debe aplaudirlo. En democracia, el poder debe aspirar a ser ejemplar. Cada vez que el sanchismo tuerce la ley y adapta el discurso, debilita la confianza pública en el Gobierno y la Justicia. Y es suicida hacerlo en un país en el que cada día hay menos creyentes en lo que sea que aún nos une.


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