Viernes, 05 Diciembre 2025
PUBLICIDAD
PUBLICIDAD
PUBLICIDAD
PUBLICIDAD

Mar Arias Couce

 

Tengo una amiga que se ha introducido en el mundo de las casas de acogida para animales, concretamente para camadas de gatitos diminutos que no tienen madre y necesitan cuidados constantes. Es decir, biberones cada tres horas, momentos de juego muy medidos porque se quedan dormidos jugando, y atención constante porque se trata de bebés. No hace falta decir el trabajo y el esfuerzo que exige semejante tarea. En su caso, con cuatro gatitos no daba abasto. Esta situación concreta me ha hecho reflexionar sobre el papel que supone en una sociedad una protectora de animales, como Sara, y otras muchas, en el caso de Lanzarote.

No se trata de una empresa a la que acudan profesionales con el objetivo de ganar dinero, o lucrarse. Al contrario, son personas generosas que ofrecen mucho más de lo que reciben, además de muchísimos voluntarios que regalan su tiempo. Sin ellos, seríamos mucho peores como sociedad.  No me cabe duda.

En pleno primer cuarto del siglo XXI, hablamos de “inteligencia artificial”, mientras hay perros y gatos esperando durante años en una jaula, es evidente que, por mucho que avancemos, nos queda muchísimo por evolucionar.

Lo sorprendente es que mientras estas asociaciones se sostienen con rifas, mercadillos o donaciones mínimas, lo que hacen en realidad es suplir una carencia institucional. ¿Cómo estarían nuestras calles si no existieran esos hombres y mujeres que se encargan de controlar las colonias ferales?

En un mundo que presume de avances tecnológicos y conquistas espaciales, seguimos dependiendo de la buena voluntad de unas cuantas personas para salvar a seres vivos indefensos. Y eso revela una contradicción incómoda: ¿Cuánto hemos evolucionado si seguimos tratando a los animales como desechos cuando dejan de ser “útiles”? ¿Cuántos galgos y podencos hay en nuestras protectoras porque ya no “sirven” para cazar?

Una protectora no es solo un refugio: es un recordatorio de lo que aún nos falta por aprender como sociedad. Representa un acto de resistencia frente a la indiferencia, y una lección constante de empatía.

Y no, me adelanto a todos aquellos que recurran al argumento de que qué pasa con los seres humanos que viven en la calle. Por supuesto, que esa es la prioridad número uno para un Estado, pero no creo que sea preciso ni comentarla. Una obligación no exime la otra. Una Ley de Bienestar Animal es necesaria, pero no suficiente. Es preciso educar a nuestra sociedad en la empatía y, al decirlo, miro con envidia a muchos de nuestros vecinos europeos que ya han alcanzado ese estadio. Hasta que llegue ese momento soñado, toda mi admiración hacia mi amiga, que es capaz de sacrificar su casa, su sueño, su tiempo y su esfuerzo por hacer un poquito mejor este mundo nuestro.

 


PUBLICIDAD
PUBLICIDAD
PUBLICIDAD
PUBLICIDAD
×