Viernes, 05 Diciembre 2025
PUBLICIDAD
PUBLICIDAD
PUBLICIDAD
PUBLICIDAD

 

Por Francisco Pomares 

 

  • Lancelot Digital
  • Cedida

 

Pedro Sánchez compareció ayer en el Congreso con gesto compungido, tono lastimero y un discurso más calculado que regenerador. Nos aseguró que ha estado a punto de tirar la toalla, pero que decidió no hacerlo. Y no por apego al poder, sino por su profundo e inalterable compromiso con la España progresista. Sánchez presentó un catálogo de quince medidas anticorrupción —la respuesta institucional a una crisis que, afirma, no tiene que ver ni con su partido ni con su Gobierno— y volvió a convertir la necesidad en virtud: no dimitir, ocurra lo que ocurra. No dimitir jamás.

 

Las medidas presentadas son tinta de calamar: mucho adorno, poca sustancia y cero eficacia. Una agencia independiente que no podrá ser independiente; uso de inteligencia artificial en los contratos públicos que no habría parado jamás ni a Koldo ni a Aldama; aplicación de las reglas de contratación con fondos europeos a todos los contratos —que Dios nos coja confesados—; tribunales especializados para juzgar los casos de corrupción; protección de denunciantes anónimos; decomisos preventivos… Una respuesta de manual, cuyas medidas podrían haber sido aplaudidas en septiembre, cuando venció el plazo para presentar el plan anticorrupción que exigía la Unión Europea y que nunca se presentó. Pero ahora todo huele a humo. A normas ya vigentes. A medidas aplicables sin necesidad de nuevos anuncios. Las quince propuestas son un menú para cubrir el expediente, para justificar que aquí no asume responsabilidades ni el Tato. Distracción y disimulo. Y a otra cosa.

 

Sánchez hizo saber ayer al Congreso que su permanencia al frente del Ejecutivo es una estrategia de supervivencia sin límites. Y la plantea con la entereza del resistente, no del sospechoso, que es lo que realmente es. Lo que comenzó con un tipo en chándal cobrando comisiones al estilo Torrente ha crecido hasta mostrarnos una muy tupida red de favores, mediadores y facturas. Lo que parecía picaresca de intermediarios de medio pelo afecta hoy a la cúpula del PSOE. Lo que Sánchez califica como “regeneración institucional” suena cada vez más a puro maquillaje de emergencia. Y que no se ofenda nadie.

La corrupción, en el relato oficial, es siempre cosa de otros. Si afecta al PSOE, es por puro accidente. Si estalla en su entorno, es una conspiración contra la mujer del hombre enamorado. Si implica a sus hombres de confianza, es una traición. Personal. Sánchez se presenta como víctima de su propia buena fe. Y si se queda, es para velar por la democracia… impidiendo que se ejerza con nuevas votaciones. Actúa para protegernos de nosotros mismos. Para limpiar una casa que —nos jura— no sabía que estaba sucia.

 

Y esa es su excusa principal: no se va porque no sabía nada. Como no supo de Ábalos, ni de Cerdán, ni de los contratos, ni de los guasaps, ni sabe aún —ni nadie sabe— si es verdad que el Falcon ha estado cuarenta veces en República Dominicana. El presidente tiene un plan, pero no cede ni un milímetro de información, su entorno bloquea cualquier posibilidad de transparencia, y él se niega a aceptar ninguna culpa.

 

Pero… ¿y si mañana, en lugar de tres golfos, aparecen cuatro, o cinco, o doce? ¿Y si en vez de asesores o chóferes, o directores generales o presidentas de empresas públicas, hay pruebas contra ministros, o una presidenta autonómica, o el Fiscal del Estado? ¿Y si la Justicia concluye que no se trata de un caso aislado, sino de una red organizada para financiar al partido? ¿Y si el PSOE aparece imputado como persona jurídica? ¿Y si se demuestra que el presidente conocía, toleraba, o no podía ignorar lo que pasaba? ¿Y si condenan a su hermano o a su mujer…? ¿Seguirá Sánchez afirmando que tirar la toalla es de irresponsables y cobardes? ¿Seguirá sin aceptar una renuncia o la convocatoria de elecciones también entonces?

 

La pregunta no es retórica. La negativa de Sánchez a asumir —de verdad— cualquier responsabilidad política por las cosas que han ocurrido estos años no es una excepción circunstancial. Es una constante. No aceptó responsabilidad alguna cuando cambió de opinión e indultó a los condenados por sedición. Ni lo hizo cuando su Gobierno aprobó una ley absurda que rebajaba las penas a violadores. No reconoce ningún vínculo con el hecho innegable de haber considerado al robaperas Koldo “un ejemplo para la militancia”, o que Ábalos y Cerdán fueran sus compañeros en la reconquista del PSOE y su apuesta personal para gobernar el partido en su nombre. En otros casos, rozó la ridiculez: cuando al fiscal general le trincaron los móviles borrados, presumió de que la UCO no encontrara nada delictivo.

 

¿Por qué habría de asumir responsabilidades ahora? No lo hará. Aguantará. Muy en su papel de hombre abatido por el duelo: ayer, mientras Yolanda le consolaba, parecía ser él —de luto riguroso— quien había perdido al padre. Pobre Pedro Sánchez, incomprendido por todos. Sometido a un escrutinio que no tolera.

 

No tirar la toalla. Nunca. Y si el edificio del sanchismo finalmente se derrumba, que ocurra con él en pie, toalla en mano, declarando ante todos ser el más íntegro y limpio de los inocentes.


PUBLICIDAD
PUBLICIDAD
PUBLICIDAD
PUBLICIDAD
×