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Ómicron no es una gripe

Francisco Pomares

 

La noticia oficial de ayer fue que por primera vez desde que la sexta ola comenzó a expandirse incontrolablemente por España, hace ahora dos meses y medio, ayer retrocedió levemente. El problema es que no sabemos si ese retroceso es el inicio de algo nuevo, algo parecido a lo que se produjo en Sudáfrica o Israel, el inicio de un derrumbe vertiginoso de la sexta ola, o el resultado de las instrucciones del Gobierno para afrontar la recogida de datos de forma mucho más laxa, incompleta y no homogénea, de tal forma que en pocos días los cálculos de contagios no significaran realmente nada.

 

La saturación del sistema de salud y la práctica domiciliaria de los test de antígenos –muchos de sus resultados positivos no se comunican, y en parte parece que el diagnóstico no implica que se cumpla con los protocolos- va a hacer que las estadísticas se desmoronen y no reflejen con precisión y fiabilidad el número diario de contagios. España encabeza el grupo de países que han decidido rendirse a la evidencia de que no hay forma de contabilizar cada uno de los casos y ha optado por no hacer pruebas en ausencia de síntomas significativos y comenzar a actuar como si Covid 19 fuera una enfermedad respiratoria, otra gripe. Pero el debate sobre si lo que vivimos ahora es una pandemia o una endemia no resuelve el hecho de que son miles de personas las que han muerto ya como resultado de haber contraído ómicron. Por eso, mientras el presidente del Gobierno  se atreve a hablar con desparpajo de las consecuencias progresistas de la epidemia, la Organización Mundial de la Salud  alerta de que el recorrido de la enfermedad no acaba aquí. Esta pandemia no ha terminado, el crecimiento exponencial y desbordante de ómicron en todo el planeta puede provocar la aparición de cepas nuevas, quizá más peligrosas, por lo que Tedros Adhanom, presidente de la organización, ha advertido sin ambages que el seguimiento y la evaluación de los casos sigue siendo fundamental. No es el momento de reducir los controles o vahar la guardia, sino todo lo contrario. Los casos han aumentado en el planeta hasta un 20 por ciento, sólo en la última semana, y eso a pesar de que se ha reducido la capacidad de diagnóstico. Por eso hay que seguir manteniendo estrategias integrales para reducir el impacto de los contagios y cortar donde se pueda la trasmisión libre del virus. Porque si se asume que el virus circule sin freno se producirán muchas más mutaciones, y no hay ninguna garantía de que estas sean menos peligrosas que aquellas a las que nos enfrentamos hoy.

 

La OMS ha sido en este extremo absolutamente contundente: hay que reducir la transmisión todo lo que se pueda. “No hacerlo es algo que pagaremos caro”. Por eso sorprende tanto la decisión del Gobierno español, en un contexto muy claro de advertencias en contra de rendirse, y de fuerte oposición de los expertos sanitarios a esta política de aflojar. Es cierto que Ómicron mata menos gente en proporción a la que infecta, pero su extrema contagiosidad la convierte en realmente muy peligrosa. El relato hoy dominante de que ómicron es una enfermedad leve, una suerte de gripe más, es engañoso, confunde a los ciudadanos y ocasionará muchas más pérdidas de vidas.  Especialmente entre los no vacunados. En Europa, con altas tasas de vacunación, vivimos instalados en un cínico debate sobre vacunados y antivacunas, o pendientes de los avatares del tenista Djokovic, mientras hay países de nuestra vecina áfrica donde la inoculación no ha llegado ni siquiera al tres por ciento de la población. Porqué se permite que siga ocurriendo eso es de lo que deberíamos estar ocupándonos ahora. Y también de por qué no liberalizan las patentes de una vez, por qué ningún país  interviene para frenar el escandaloso y multimillonario beneficio logrado en apenas un año por Pfizer y Moderna, dos farmacéuticas que recibieron ingentes cantidades de recursos públicos para investigar y fabricar las vacunas.

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