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Palabrerías

Francisco Pomares

 

La preocupación política por la manipulación del lenguaje como mecanismo para el control social no es nueva. Tanto el comunismo soviético como el nazismo crearon mecanismos para apoderarse del habla y usarla para imponer ideologías y políticas. George Orwell realizó una consistente denuncia de la neolengua estalinista en su magnífica distopía 1984, donde el Ministerio de la Verdad –Nininver, en jerga neolengua– se encarga de aherrojar las complejidades del lenguaje hasta reducirlo a un mínimo común denominador que resulte comprensible sólo para entender lo que a los dirigentes les conviene que se entienda, pero no para elaborar una oposición crítica o contraria al discurso del poder. Orwell crea un mundo en el que el control del lenguaje es –tras el terror– el mejor instrumento para el control social. La ficción que creó se ha convertido en el mayor alegatos contra el reduccionismo intelectual de una lengua secuestrada, mutilada en su riqueza, de gramática teatralizada y condicionada ideológicamente por las mayorías.

 

Pero los mayores constructores de un lenguaje para uso el poder y la administración, impulsado para ser asumido socialmente, fueron los fascistas europeos. Lo intentaron todos, desde Mussolini, Mosley, Szalasi o Franco, pero quienes realmente lograron crear un lenguaje público que forjó la realidad durante dos décadas fueron los nazis. En La Lengua del Tercer Reich, el filólogo Víctor Klemperer, uno de los escasos académicos judíos que logró sobrevivir en Alemania durante la guerra, explica cómo los nazis construyeron su propio dialecto creado primero unas normas de uso específico para ellos, un lenguaje de camaradas, que fue poco a poco imponiéndose a los alemanes gracias al Ministerio de Propaganda del Goebbles y al uso masivo de la radio única, presente en todos los hogares, y –a través de altavoces– en todos las plazas y pueblos del país. Los nazis nazionalizaron a golpe de denuncias, terror y bayonetas su lenguaje plagado de eufemismos: En la guerra, jamás hablaron de batallas perdidas, decían «crisis», o de un retroceso, decían «pausa en el avance», o para una retirada, «avance elástico sobre la retaguardia (sic)». Para ocultar el programa masivo de asesinatos que supuso el holocausto, llamaban «acciones» a los ajusticiamientos y linchamientos masivos, «campos de trabajo» o «de reubicación» a los campos de exterminio, «trapos» o «cosas» o «mierda» a las personas dispuestas para ser asesinadas, «interrogatorio intensificado» a la tortura, «limpieza» o «eutanasia» al asesinato de personas con deficiencias psíquicas, «centros médicos» a los lugares donde se practicaba el asesinato de personas «inapropiadas», otro eufemismo para decir «exterminables». Desde entonces, los eufemismos se han convertido en parte del lenguaje público. Los independentistas catalanes han logrado imponer los suyos en el discurso de las televisiones: «derecho a decidir», por independencia, «consulta» por referéndum (para reducir carga del término, abiertamente inconstitucional para la pretensión que reclama el «pueblo catalán», es decir, los catalanes independentistas. Y en la necesidad de justificar ante sus votantes la aproximación al independentismo, el PSOE crea también sus propios eufemismos: tuvo cierto recorrido lo del «federalismo asimétrico», que nunca se supo muy bien lo que significaba exactamente. El término va a ser sustituido en octubre, en el 40 congreso, por el de «España multinivel», más difícil aún de explicar. Lo único que se me ocurre es que una «España multinivel» se refiere a una España en la que los españoles ya no tienen los mismos derechos, privilegios y obligaciones. Para los españoles de la España más rica, el eufemismo tiene un pase. Para los de la España más pobre ya sabemos bien lo que significa.

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