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¿Playa o montaña?

 

Usoa Ibarra

 

Las vacaciones son un estado mental insólito, que no sólo necesitamos transitar desde un punto de vista psicológico, sino que también se convierten en una oportunidad de recuperación económica. Así, lo hemos percibido en estos meses estivales, donde no hemos dejado de ver a gente disfrutando (muchos dicen que gracias a los ahorros de la pandemia)  y en los rincones más inhóspitos (porque la masificación turística es una mancha de aceite que se expande más allá de los tours convencionales). Realizar un paréntesis en las rutinas ha servido también para recuperar la sociabilidad aniquilada por el COVID.

 

 

Algunos expertos, anuncian que estamos ante un periodo de felicidad y alboroto irrefrenable -que claramente puede percibirse en la participación masiva en la mayoría de los eventos- como antesala de un otoño negro, frío y preocupante en la economía mundial y en los ánimos colectivos. Como ocurriera con los llamados “felices años 20”, la población parece contagiada de una energía apabullante y un carpe diem sin límites, después de haber vivido años de restricciones, limitaciones y angustias. 

 

 

Desde luego que con mi hamaca ubicada en una playa cualquiera del levante español pude comprobar que la distancia de seguridad entre desconocidos ha quedado muy obsoleta. Precisamente, en mitad de esa amalgama de sombrillas y toallas, en medio de conversaciones cruzadas en distintos acentos e idiomas, me pregunté la razón de elegir -mayoritariamente- la playa a la montaña.

 

 

En mi caso, es una preferencia heredada, porque mi familia tiene un apartamento en la Costa Dorada, pero viéndome como un vampiro sobre la arena, es decir, con una palidez extrema pese a mi residencia canaria, me confirmo en lo incómoda y aburrida que puede ser la playa si te dedicas a pasar en ella 8 horas diarias: no sólo porque te expones a una peligrosa radiación, sino porque la arena puede llegar a ser un incordio, las conversaciones de los vecinos una contaminación acústica incompatible con la calma y la parálisis sobre la toalla contraproducente para las cervicales.

 

 

Desde luego que la montaña es un ámbito mucho más provocador y activo, en el que no sólo te congratulas con el silencio, sino que te hace más observador a los detalles, a las distintas especies de animales y plantas que vas descubriendo según avanzas por el camino. Hasta la tortilla de papas parece que sabe mejor con el frescor de la montaña o el aroma de la hierba, y el cuerpo se relaja en cuanto encauza la senda arbórea.

 

 

Con esto, no reniego del placer que supone un día playero, especialmente disfrutado en familia, pero esta observación si me lleva a ser más consciente de la diversificación que se hace en los destinos turísticos para atender distintas inquietudes y preferencias. Y de ahí, que surja la diferencia entre el turista y el viajero, el que se acuesta en una hamaca a que se lo hagan todo, y el que descubre, indaga, y se acerca a lo local con empatía y ganas de aprender de lo desconocido.

 

 

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