Por fin, el decreto

Francisco Pomares
Han hecho falta casi dos años de broncas, retrasos, compromisos incumplidos y promesas vacías para que el Gobierno de España decida, por fin, aprobar el decreto que regula la derivación de menores migrantes no acompañados desde los territorios fronterizos hacia la Península. Dos años en los que Canarias ha cargado junto a Ceuta y Melilla, con la presión de un sistema saturado, improvisando plazas, ampliando recursos y sosteniendo con uñas y dientes lo que el Estado se negaba a garantizar. Así que toca felicitarse: ya hay decreto.
El texto fija la capacidad ordinaria de cada comunidad en función de su población —32,6 plazas por cada 100.000 habitantes— y define la “contingencia migratoria” cuando esa capacidad se triplica. ¿Qué significa eso? Que -en teoría- cuando Canarias esté desbordada, el Estado debe trasladar a los menores a otras autonomías en un plazo máximo de quince días. Eso es, sobre el papel, oxígeno en vena para las islas.
Pero hay que leer la letra pequeña. En España los milagros administrativos casi siempre llegan con alguna trampa, y esta vez la trampa tiene el nombre de dos regiones gobernadas por los socios del PSOE: Cataluña y País Vasco quedan fuera del reparto obligatorio por el “esfuerzo previo” realizado. No es que les falten plazas —Cataluña cuenta con 2.650 y el País Vasco con 731—, es que el Gobierno ha preferido dejar a salvo a sus dos socios. Es decir, el criterio que pesa no es el de justicia territorial, ni el de solidaridad interregional, ni mucho menos el de la defensa de los derechos de los menores, sino el cálculo político más burdo: eximir de toda responsabilidad a quienes sostienen en el Congreso la supervivencia de Sánchez. Llamar a esto solidaridad es un ejercicio de cinismo extraordinario. Y conviene subrayarlo: no hablamos de que Canarias reciba un trato preferente. Lo que implica la decisión del Gobierno es que -por primera vez- se reconoce que el Estado tiene que compartir responsabilidades. Eso sí, siempre que no afecte a los territorios donde gobiernan ERC o el PNV. Los niños, al final, se reparten según el mapa de apoyos parlamentarios.
Además, el decreto nace con recursos judiciales. Diez comunidades gobernadas por el PP y Castilla-La Mancha, del PSOE, han anunciado que lo llevarán al Constitucional. En paralelo, Madrid lo ha impugnado ante el Supremo y Baleares amenaza con pedir la suspensión cautelar. Lo que significa, en román paladino, que el mecanismo puede quedar bloqueado meses o años, dependiendo de la lentitud de los tribunales y de la voluntad de quienes tienen en sus manos recurrir y recurrir hasta la última posibilidad de resolver el problema que sufre Canarias.
La actitud de Baleares merece mención aparte. No solo se apunta al frente del recurso, y pide medidas cautelares para que no llegue a aplicarse. Además exige que se active Frontex en sus costas, como si la llegada de pateras fuera su problema exclusivo. El archipiélago mediterráneo comparte con Canarias su condición de frontera, pero se niega a aceptar un sistema que podría llegar a favorecerle. Es una paradoja que deja clara la nula solidaridad de las autonomías españolas. Durante años, han preferido creer que la migración era un asunto de las islas, de Ceuta o de Melilla. Un asunto africano. Han preferido mirar para otro lado mientras Canarias se desbordaba, con más de 5.000 menores bajo tutela. El decreto, con sus defectos, asume esa realidad. Pero la respuesta ha sido la prevista en este clima de conflicto político sin tregua: resistir, patalear, acudir a los jueces. Lo que debería ser una política de Estado se convierte en un campo de batalla partidista. Y mientras, los niños siguen viviendo en campamentos improvisados, en instalaciones saturadas, bajo la tutela de Canarias, donde se hace lo que se puede, pero sin dar más de sí.
El Gobierno presume de que la norma llega acompañada de financiación: cien millones de euros, de los que Canarias se llevará 24,3. Está bien. Pero aquí no sólo el dinero es fundamental, también la voluntad política. En ausencia de voluntad, el decreto es al mismo tiempo una buena noticia y una pésima señal. Buena porque, al menos en el papel, se reconoce lo que llevábamos años reclamando: que el problema migratorio es nacional, no regional. Mala porque se constata que, incluso en un tema de esta magnitud, lo que manda no es la equidad ni el sentido común, sino el cálculo político. Canarias puede respirar un poco, pero no conviene hacerse ilusiones. La letra del decreto es clara, pero la realidad será otra si los jueces tumban el mecanismo, o si las regiones se empeñan en incumplirlo. Habrá que ver si dentro de un año se han hecho las derivaciones o si hay empezar de cero, con nuevas promesas, nuevas excusas y la misma insolidaridad de siempre.
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