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Puro y simple asco

Por Francisco Pomares

 

 

La mayoría de los periodistas somos permeables al ambiente en que vivimos. La nuestra es una profesión que exige cierta empatía con las líneas, vectores, fuerzas y corrientes que articulan la enorme complejidad social. Se puede ser más de izquierdas, más conservador, más moderado o más radical, pero si estás en esto sabes que tienes que aceptar unas reglas de juego basadas en el respeto, la buena educación y el trato cordial con todos. Un periodista habla a diario con personas a las que íntimamente puede llegar a despreciar, políticos tahúres, cínicos, arribistas o directamente engolfados, personajes dementes que han matado a sus hijos, deportistas sucios que sólo piensan en la plata, folclóricos sin absolutamente nada en la mollera, empresarios buscavidas, policías mafiosos… y lo hacemos desde la consideración obligada que se debe a todas las personas por el mero hecho de serlo, desde la tolerancia a unas historias de vida propia de las que es imposible llegar tener una comprensión certera.

 

Por experiencia profesional, por años de oficio y porque –desde luego- no estoy ni mucho menos entre los libres de pecado, me he resistido siempre al trazo fuerte y la brocha gorda cuando escribo y también cuando hablo. Pero hoy estoy de verdad asqueado. Ayer una panda de iluminados que creen que la solución del mundo está en el filo de sus cuchillos y en seguir al pie de la letra la palabra escrita por otros de un tipo enterrado hace setecientos años, esa banda siniestra asesinó a sangre fría a veinte personas que estaban en un museo. Entre ellos dos pobres jubilados españoles, viviendo la ilusión de recuperar a la vejez el tiempo perdido. Un nuevo espanto, esta vez al sur del mediterráneo, una nueva salvajada gratuita, innecesaria, trivial para la Historia, de esas que nos hacen desconfiar del genio de la especie y la capacidad de la Humanidad para sobreponerse a la barbarie que la evolución nos grabó a fuego en los genes.

 

Frente a la noticia, una catarata de condenas oficiales, tan obligadas como inútiles, apenas la demostración a coro de que existe un mundo civilizado y horrorizado que se resiste a ceder ante la marea de esta locura. No nos conmueven las condenas, porque las hemos escuchado mil veces. Pero entre ellas, entre los argumentos y los análisis sobre el devenir del terror, sus nuevas texturas, sus motivos y los sabios consejos sobre como actuar frente a él, escucho esta mañana una reflexión oficial sobre los beneficios que para el turismo en Canarias ha de tener este nuevo retorcimiento de la vida en la tierra discreta y feliz de Túnez, nuestra competencia.

 

Me subleva esta cuenta, me revuelve el cinismo de monedero de quien la hace y de quienes la esperan, me asquea compartir mi espacio público con quienes son capaces de preguntar públicamente si esas muertes nos convienen y de quienes se excusan en respuestas evasivas para contestar en el fondo que sí, que la sangre de otros abona nuestra opulencia.

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