¿Quién paga esta factura?

Francisco Pomares
La Audiencia Provincial ha cerrado definitivamente la denuncia contra el ex gerente de Casinos de Tenerife, Gildo Hernández, absolviéndole de toda responsabilidad penal, por considerar probado que se limitó a ejecutar las directrices del Consejo de Administración en los contratos de las tres sociedades de casinos dependientes del Cabildo. Con ello, la justicia pone fin a una de las causas más injustas de la etapa de Pedro Martín en la presidencia del Cabildo, desvelando además la utilización política de un asunto meramente administrativo.
La resolución es contundente. La Sección Segunda de la Audiencia determina que no existió actuación arbitraria, perjuicio para el patrimonio público ni beneficio personal alguno, por lo que Hernández queda absuelto del delito de prevaricación, del que fue injustamente acusado. El procedimiento –que concluye dándole la razón- destrozó la vida personal y profesional de Hernández, a pesar de que este último fallo se suma al sobreseimiento previo de la querella por malversación de caudales públicos, archivada en 2024 por inexistencia de indicios. En la persecución desatada contra Gildo Hernández, impulsada inicialmente por Podemos y a la que se sumó el grupo socialista del Cabildo, se llegó a pedir para el exgerente ocho años de prisión y tres millones de euros de indemnización. Como suele ocurrir, el castigo mediático fue brutal e inmediato; la reparación judicial, finalmente firme, ha sido exasperantemente lenta y morosa.
La Fiscalía, tras una exhaustiva investigación, desmontó las acusaciones una por una. Los testimonios y la documentación aportada acreditaron que las decisiones cuestionadas -básicamente las bajas incentivadas de algunos trabajadores para reducir el gasto de personal- respondían a la crítica situación económica de los casinos tinerfeños, enfrentados a una carga salarial muy superior a la que es la frecuente en la media nacional. Lejos de provocar un quebranto, las medidas adoptadas por el entonces gerente evitaron el colapso financiero y contribuyeron a la viabilidad de las empresas públicas del Cabildo. El Ministerio Público lo dejó claro: para que exista prevaricación debe demostrarse daño al patrimonio público, y en este caso no solo no lo hubo, sino que se logró justo lo contrario; un beneficio económico. La Justicia, por tanto, no ha hecho otra cosa que reconocer lo que los hechos ya demostraban, que la gestión denunciada fue correcta, legal y orientada al interés colectivo.
Sin embargo, el precio personal y moral pagado por quien se convirtió en chivo expiatorio de una estrategia dañina y vengativa, es incalculable. Durante años, el que fuera gerente de los casinos soportó titulares, sospechas y juicios paralelos que no sólo querían convertirlo en símbolo de una mala administración, sino destruir su reputación profesional y personal. Gildo fue cesado como gerente, y el Cabildo judicializó su gestión como represalia política tras la moción de censura que arrebató la alcaldía de Santa Cruz a los socialistas, un asunto en el que Hernández jamás participó ni tuvo nada que ver. La crisis abierta en el PSOE tinerfeño por la pérdida de la capital, ganada en un pacto difícil de explicar ante la ciudadanía, convirtió lo que debía haber sido una revisión administrativa en un linchamiento público. La ofensiva alcanzó incluso lo grotesco al cuestionar el uso de invitaciones en el Casino de Santa Cruz, un procedimiento habitual y perfectamente regulado. Los informes de auditoría y de la Intervención del Cabildo confirmaron después que todo se había hecho con respeto absoluto a las normas. Pero el daño ya estaba hecho. Y no fue solo personal.
Se lesionó también la credibilidad de sociedades públicas con más de treinta años de historia, que habían sido ejemplo de gestión, solvencia y prestigio institucional hasta que la ambición política convirtió un asunto administrativo en un arma de descrédito. La sentencia restablece también la credibilidad de sus trabajadores y directivos, pero no puede borrar los años de incertidumbre ni las heridas morales abiertas por la calumnia. En cuanto a Pedro Martín, lejos de asumir responsabilidad alguna en lo ocurrido, ha preferido perseverar en la obstinación, negando la evidencia que hoy confirman los tribunales. No se trata de un error puntual, sino de una actitud: confundir la rendición de cuentas con la humillación y la autocrítica con la debilidad. La negativa de Martín a pedir disculpas refleja falta de madurez institucional y una idea patrimonial del poder.
Con la sentencia firme, queda demostrado que las imputaciones contra Hernández carecían de solvencia. Su gestión no solo se ajustó a la ley, sino que permitió estabilizar unas cuentas que atravesaban un momento crítico. La justicia, aunque tarde, ha reivindicado la verdad y devuelto su dignidad a quien fue alegremente condenado por la política. La pregunta es quien paga la factura del daño causado a Hernández, a su familia y su carrera profesional. La respuesta es sencilla: nadie.