Viernes, 05 Diciembre 2025
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Francisco Pomares

 

 

Puigdemont ha anunciado desde Bruselas que Junts se desmarca definitivamente del acuerdo de investidura. No habrá apoyo a los Presupuestos, ni a las leyes que el Gobierno presente en el Congreso. “Un pacto que no se ejecuta –ha dicho– es un acuerdo roto.” Traducido al castellano: Sánchez ya no nos sirve. Y, en efecto, ya no les sirve. El fugado de Waterloo ha agotado la menguante utilidad de un Gobierno que le dio la amnistía, le blanqueó el pasado y le ofreció más poder del que nunca habría tenido en un Estado catalán independiente. Pero el problema de los gamberros y malcriados no es sólo que no se les dé lo que piden: es que, cuanto más se les concede, más se creen con derecho a exigirlo todo.

 

Pedro Sánchez debería haber aprendido por fin –tarde y a palos- que no se puede construir una legislatura sobre el chantaje de quienes sueñan con desmembrar el país al que juran lealtad, solo para poder destruirlo desde dentro. La ruptura de Junts con el Gobierno marca el final de una fantasía: la del “conflicto resuelto” y la “cohabitación posible” entre el independentismo y el Estado. Y devuelve al escenario político algo de cordura, aunque sea por accidente.

 

​Durante casi dos años, el Gobierno Sánchez se ha movido al borde mismo del precipicio, sostenido por quienes trabajan activamente por debilitar al Estado. Y lo ha hecho con la pretensión –no creo que la convicción- de que ceder es la nueva forma de dialogar. En nombre de esa fantasía, se aceptóla amnistía, la condonación de la deuda catalana, la creación de una Hacienda propia denunciada por los inspectores del ministerio, la concesión al catalán del status de lengua de uso institucional en el Congreso y en las instancias de la Unión Europea, y un sinfín de concesiones simbólicas, prácticas y fiscales que convertían la unidad de España en una moneda de cambio. Le harían sacado el cuajo, si Puchi no hubiera empezado a sentir en el cogote el aliento de la alcaldesa xenófoba de Ripoll.

 

Todo sea por la estabilidad, nos decían. Hoy sabemos hasta donde llegó la estabilidad: era mero chantaje institucionalizado para sostener en el poder al perdedor de las elecciones de 2023, dos años más. El desenlace parece ahora inevitable. Junts nunca creyó en el proyecto común, ni siquiera en la autonomía. Su única estrategia es el conflicto. En cuanto la confrontación se diluye, necesita inventar una nueva afrenta para seguir existiendo. Puigdemont solo puede sobrevivir como víctima. Y Sánchez, que creyó poder domesticarlo a base de cesiones, ha terminado sirviéndole de sparring. El independentismo parasita lo que toca. Y ahora que no hay más concesiones que arrancar, rompe la baraja para volver al papel de mártir.

 

​La ruptura supone un alivio. Y no porque el Gobierno se debilite, sino porque la política española deja de estar secuestrada por un prófugo y su partido minoritario. La ruptura abre una posibilidad remota pero real- de que Sánchez abandone sus delirios plurinacionales y recupere el sentido de Estado. Que entienda, por fin, que no se puede ser socio de quienes quieren dejar de ser compatriotas. Que no se puede gobernar España pactando con quienes sueñan con borrarla del mapa.

 

Es verdad que muchas de las concesiones más escandalosas no se firmaron con Junts, sino con Esquerra. Illa ha seguido en Cataluña la misma receta que Sánchez en Madrid: sostener el poder a cualquier precio. Pero con el divorcio consumado, el equilibrio de intereses empieza a cambiar. Un partido tan posibilista como este PSOE actual no tardará en enfriar la relación con su ex socio de investidura. No por principios, sino por cálculo: porque ya no hay beneficio electoral en seguir mendigando votos en Waterloo.

 

Algunos dirán que el Gobierno no puede sobrevivir sin Junts. No es del todo cierto. Puede sobrevivir, pero ya no podrá gobernar, que es distinto. La legislatura entra en modo resistencia: decretos, retórica y victimismo. Sánchez volverá a refugiarse en el relato del presidente acosado por los “poderes oscuros”, el PP, la derecha mediática y cualquier enemigo útil que encuentre. Es un experto en convertir la crisis en guion, y el fracaso en épica. Pero por mucho que repita la fábula, el cuento del diálogo con los independentistas parece haberse terminado.

 

El país puede haber aprendido, otra vez.que el problema catalán no se resuelve con concesiones. Ni con dinero, ni con amnistías, ni con gestos o cambalaches fiscales. Porque no es un problema de competencias, sino de voluntad. Y cuando la voluntad es romper, cualquier pacto se convierte en un punto de partida para la siguiente ruptura. Sánchez eligió acostarse con un grupo de gamberros, y los gamberros han vuelto a orinarse en la cama. Tendrá que cambiar otra vez el colchón de Moncloa...


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