Viernes, 05 Diciembre 2025
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  • Lancelot Digital

 

Un día de rabia y vergüenza este Día de Canarias. Siete mujeres muertas y un bebé desaparecido. Otro cayuco desbordado y a la deriva, otra vez El Hierro, otra vez el silencio. No habría sido noticia sin las imágenes terribles del muelle de La Restinga, con el barco volcado y la gente volcada sacando mujeres muertas del agua. Una tragedia. Y el síntoma de un país que se ha acostumbrado a mirar para otro lado mientras los cadáveres se acumulan en su frontera más frágil y lejana. El síntoma, también, de un sistema que ha decidido que la muerte por ahogamiento de miles de personas al año no es una emergencia, sino una molestia política. El síntoma, sobre todo, de un Gobierno ensoberbecido y distante, incapaz de asumir su responsabilidad más básica, que es la de proteger vidas.

 

Lo ocurrido ayer no es solo un accidente. Es el resultado directo de una cadena de decisiones cobardes, negligentes y miserables. Del desinterés de Bruselas a la inacción del Estado, de la falta de medios a la asfixia institucional en la que se apagan los gritos de Canarias. Pero lo más insoportable es comprobar que, incluso con el mar devolviendo cadáveres a la orilla, los dos grandes partidos de este país siguen encasquillados en su guerra de trincheras, incapaces de reducir su intercambio de garrotazos para pactar nada que huela a bien común.

 

El Gobierno de España, ese que proclama su solidaridad internacional a los cuatro vientos y quiere liderar —sobre el papel y las pantallas— la solución de todos los problemas de Oriente Medio, lleva meses sin mover un dedo para hacer cumplir su propio decreto sobre el reparto de menores migrantes. Ha cedido ante la presión de sus socios territoriales, ha dejado sola a Canarias, ha ignorado las sentencias del Supremo y ha enterrado bajo paladas de retórica y discurso vacío su obligación moral y su responsabilidad legal. Porque repartir menores no da votos. Todo lo contrario: incomoda, molesta. Y porque en esta legislatura de cartón piedra, lo único que de verdad cuenta —como un compromiso sagrado— es mantener pegada una mayoría parlamentaria que sostenga al Gobierno. Mientras, el PP sigue esperando que Vox le autorice a ser decente. En este asunto, Feijóo ha optado por el silencio táctico, la omisión cómplice, la estrategia del avestruz. Prefiere callar antes que contrariar a sus socios ultras, no vaya a ser que se resienta otro pacto municipal o autonómico. El drama migratorio no es para la derecha española una cuestión humanitaria, ni siquiera un asunto de Estado: es un campo minado electoral. Si habla Vox, el PP asiente. Si se indigna Vox, el PP se esconde.

 

Y Canarias sigue igual de lejos, ensimismada en su propio sueño, sin sentirse frontera olvidada. Lo que somos: un lugar donde el mar devora a las personas sin pedir permiso ni esperar remedio. ¿Cuántas más tienen que morir? ¿Cuántos niños tienen que desaparecer para que alguien, en Madrid, levante el teléfono y diga basta? No hay una sola declaración, una sola medida urgente, un solo gesto de humanidad que no llegue tarde o se diluya en la nada. Solo hay datos, números, inmigrantes que son cifras, no personas. Y argumentos envueltos en papel mojado.

 

Lo más obsceno de lo que nos trae la muerte es la forma en que la tragedia se nos cuela en las rutinas informativas, como si fuera parte del clima o el tráfico. La indiferencia se hace estructura. La gravedad, apenas un apunte. Y tras cada naufragio, una cadena de decisiones perfectamente injustificables: políticos que no acertaron a ver, gobernantes que no quisieron mojarse, esa tropa cómplice que no asumirá jamás que estas muertes les pertenecen. Son suyas. Porque cada cuerpo en el mar es un fracaso. Y cada fracaso es colectivo, pero tiene nombre y apellidos.

 

Es cierto que Europa no ayuda. La política migratoria de la Unión es un puzzle disfuncional, un acuerdo de mínimos pensado para que nadie se oponga demasiado, para que nadie se moleste. Pero España no puede seguir culpando a Europa mientras incumple sus propios mandatos. No puede seguir reclamando la solidaridad de los demás cuando se pliega ante quienes la niegan aquí. PSOE y PP siguen usando la emigración como munición para el conflicto que los enfrenta, agitando el miedo cuando conviene e ignorando el dolor cuando estorba. Esa instrumentalización ruin es parte del problema. Contribuye a perpetuar la tragedia silenciosa de todos los días.

 

En Canarias lo sabemos bien. Sabemos por qué se han abierto nuestras costas a la muerte. Sabemos lo que es soportar más de lo que se puede gestionar. Sabemos que la solidaridad no tiene contrapartidas. Y lo que indigna es que nos llamen alarmistas, víctimas o exagerados; que nos señalen los mismos que se resisten a acoger —con recursos del Estado— a mil pibes que han pedido asilo. ¿No hay nada más que pueda hacerse ante siete mujeres muertas, ante un bebé perdido en la inmensidad del Atlántico?

 

Rabia es la única palabra que nos queda. Por los muertos y por los vivos que los abandonan. Rabia por tanta cobardía. Y vergüenza. Vergüenza de llamarnos ciudadanos en un país en el que el mar no devuelve lo que la política entierra… Feliz día.

 


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