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Sexta planta


Myriam Ybot

 

  • Lancelot Digital
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    En pocas fechas cumplo sesenta años. Seré sesentona, o mejor dicho, sesentañera, como dicta la corrección política propia de los tiempos. Me asomaré a esa franja difusa que llaman tercera edad, ante la que las personas clavamos los talones para evitar cruzar el umbral. No sabemos qué nos espera del otro lado, nadie lo sabe con certeza pues las experiencias son infinitas; pero las noticias no suelen ser buenas. Deténganse en la publicidad que se nos reserva: seguros médicos, cremas antiarrugas y bragas absorbentes para pérdidas de orina. Me dan escalofríos solo de pensarlo.

     

    Una vez se asciende a la sexta planta, ya no te preguntan si tienes hijos, sino si eres abuela; ni en qué trabajas, sino si ya te has jubilado. Son dos grandes cambios para quienes habitamos este siglo, desnudarnos de las responsabilidades familiares y laborales nos deja prácticamente en pelotas. A ver cómo se transita eso.

     

    Y una se pregunta qué necesidad de estar desvelando la entrada en la década de plata —que llaman así por esas canas que tratamos de ocultar a toda costa— o edad dorada, que intuyo tiene que ver con el fuste social de las piezas de chamarilero: me aproximo a formar parte de la galería de objetos que pierden valor de uso pero que se conservan con orgullo en la vitrina; en plan, me gustan las antigüedades, pero no para salir con ellas. Ja. Y encima voy y lo casco. Qué se le va a hacer, allá cada cual con su fórmula para exorcizar los demonios. La gente joven guarda en la agenda del móvil el contacto de su terapeuta, la gente mayor se curra el diván con la familia, el círculo de amistades o con un artículo de opinión, si se da el caso.

     

    Tal vez no sea para tanto. Subir a la cuarta, y a la quinta, no resultó en absoluto traumático; quizás porque en el contexto del mundo “civilizado”, en un territorio que no es escenario bélico (por ahora), son todavía plantas que se sitúan en la mitad más baja del edificio de una vida que soñamos centenaria. Pero la sexta son palabras mayores, vejez, ancianidad, último tercio posible, cada vez más cerca del cielo, en el peor sentido.

     

    Que nadie me entienda mal. Con esto de cumplir me pasa un poco como cuando al revelar la fecha de mi nacimiento (hasta los cuarenta se presume, después, se confiesa) se le ponen al interlocutor los ojos redondos y balbucea con asombro que ni de coña se adivinaría por mi apariencia: una no sabe si alegrarse por el aspecto juvenil o iniciar el duelo por los años acumulados.

     

    Si a partir de los sesenta te despiertas y no te duele nada, es que estás muerta. Así que, con los dolorcillos del cuerpo y del alma, con las canas, con las arrugas, con el flotador, arañando cada fin de mes, pero con mucho amor, con amigas, con energía y con proyectos, me dispongo a cruzar esa puerta. ¡Felicítenme, estoy viva!

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