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Show me a hero

Por Francisco J. Chavanel

 


“Dame un héroe y yo te escribiré una tragedia”, dijo Scott Fitgerald, autor de “El Gran Gatsby”, entre laxitud y ginebra mientras clavaba uno de sus agudos análisis sobre la descomposición de la sociedad norteamericana a finales de los años 20… Y precisamente sobre un héroe y una tragedia va la última miniserie televisiva firmada por el showrunner (jefe de guionistas) David Simon, uno de los cerebros superlativos de este momento de oro que vive la pequeña pantalla.

 

El héroe se apellida Wasicko y corresponde a un alcalde elegido a los 29 años en la pequeña localidad de Yorkers, muy cerca de Nueva York, en un instante en el que el Ayuntamiento hereda una sentencia judicial que le ordena integrar en la parte blanca de la ciudad –el 80% de la población- a doscientas casas sociales, habitadas en su mayoría por negros. Sucede en los estertores de los 80 y pareciera que no ha pasado siquiera un minuto sobre una realidad dramática de Estados Unidos, apenas un lienzo de lo que ahora mismo vive la vieja Europa con los refugiados sirios, vinculada al racismo y a la segregación entre iguales.

 

Wasicko cumple la sentencia y ello conlleva consigo que aquellos que lo condujeron al poder le den la espalda de la forma más drástica. Lo difaman, lo insultan, intentan pegarle, quitarlo de en medio. La serie nos muestra, con la crudeza innegociable del autor de “The Wire”, cómo la comunidad blanca margina a los negros en barrios carcomidos por el hambre y la peste del desaliento, y cómo esos negros son sometidos a todo tipo de tropelías impidiéndoles alcanzar una dignidad propia de cualquier ser humano.

 

Observando lo que se nos cuenta el espectador se pregunta: ¿qué daño puede hacerle a una comunidad de 200.000 habitantes la integración de unas mil personas? La respuesta es obvia: ninguno, sería tan invisible que no se notaría. Sin embargo la comunidad blanca lucha como una posesa para impedir que alguno de sus barrios sea mancillado por gente que supuestamente trafica con drogas, que no sabe convivir con otros, que usan la violencia y los negocios sucios para sobrevivir.

 

Ante la avalancha de refugiados sirios nos preguntamos: ¿cómo nos afectará si los introducimos dentro de nuestra casa? ¿Serán integristas y cuando pase el tiempo volarán nuestra comunidad? ¿Se adaptarán a nuestras costumbres o, por el contrario, será como soportar una amenaza constante?... Los que están llegando, huyendo del hambre y la pobreza extrema, son las doscientas familias de Yorkers, no suponen peligro alguno ni para nuestra economía ni para nuestro destino. Pero es evidente que esto es el principio y que la cola será larga durante un tiempo indeterminado, como una plaga que se extenderá de este a oeste, del tamaño de nuestros errores y de nuestro trato con los sátrapas de Oriente Medio, esa facilidad tan nuestra para armar dictadores que custodien patrimonios que tuvimos o que queremos tener, a los que se les va la mano a menudo y transforman el mundo que gobiernan en un cementerio del que muy pocos escapan.

 

Los que escapan son una gota de agua en nuestro profundo océano, y sólo el miedo y una ancestral xenofobia impide guarecerlos y protegerlos. Los que aceptan a los “negros de Yorkers” ya son minoría, porque nadie conoce exactamente la tragedia que secunda al niño héroe que murió en una playa de Turquía, fotografiado para la inmortalidad, para que siempre recuerden su muerte los vivos que buscan el aliento de una oportunidad.

 

Y porque los gobiernos occidentales son habitualmente alegres, frívolos y poco estudiosos de asuntos tan serios como éste, y por eso nadie explica las consecuencias de sus actos. Después de las doscientas familias de Yorkers vendrán otras doscientas y después otras doscientas, y así hasta que el terror desaparezca.

 

Los “negros” de Oriente Medio reclaman un lugar digno para vivir en paz. Los blancos de Europa se lo piensan para aceptar un mínimo que tranquilice sus conciencias. Hay miedo, oráculo y superstición en el ambiente. Nadie se fía de los desesperados. Nadie se fía de la violencia que puedan desatar en el futuro. ¿Con qué traficarán, qué clase de caballo de Troya armarán en el corazón del continente?… No cabe duda: son héroes entre el desamparo y el abuso atroz de gobiernos que pretenden su desaparición. Pero ¿son esa clase de héroes que anuncian una tragedia inevitable?

 

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