Sobre el Nobel de María Corina

Francisco Pomares
Como manifestación de los tiempos que vivimos, los premios y galardones tienden a la corrección política, que se manifiesta a veces en una injusta equidistancia en el reparto, cuyo sentido principal es quedar bien con todos. El Nobel no suele funcionar así, muchas de las decisiones de sus jurados resultan polémicas. La concesión del Nobel de la Paz a la opositora venezolana María Corina Machado es sin embargo, escasamente discutible. Sólo las cortes –enfrentadas entre ellas- del aspirante declarado al Nobel de la Paz, Donald Trump, y del sátrapa caraqueño, Nicolás Maduro han manifestado su rechazo a un reconocimiento que premia la valentía civil en medio del terror.
Machado lleva más de veinte años enfrentándose al chavismo, y lo ha hecho sin partido, sin ejército y sin indulgencias. Ingeniera industrial, hija de una familia de clase media acomodada, entró en la política desde la sociedad civil, fundando en 2002 la organización Súmate, que impulsó el referéndum revocatorio contra Chávez. Desde entonces ha vivido bajo persecución, inhabilitada políticamente, sometida a amenazas, detenciones y campañas de descrédito, pero sin abandonar nunca su voluntad de ejercer los derechos democráticos en una república que los secuestra y manipula a todas horas. En un país donde el poder se perpetúa a golpe de fraude, Machado representa la obstinación democrática, la fe casi irracional en que las urnas, si se limpian, pueden más que las armas. La oposición venezolana, fragmentada durante años, parece haberse reencontrado en torno a su figura. Machado no promete milagros: plantea elecciones libres, tribunales independientes, libertades básicas. Lo extraordinario es que, en un país donde todo eso resulta una quimera, su propuesta resulta revolucionaria.
El Nobel reconoce su “lucha pacífica por la democracia y los derechos humanos en Venezuela”, pero también su papel como símbolo: la mujer que se negó a aceptar el destino que otros le dictaban. En un entorno dominado por el miedo, ella ha mantenido una voz propia, articulada, intransigente con la corrupción y la mentira. No tiene ejército, pero tiene palabra; no tiene recursos, pero tiene prestigio; no tiene poder, pero lo desafía.
El premio llega en un momento de máxima tensión. Venezuela no es ya exactamente un país: es una estructura de poder al servicio de una cúpula que se enriquece obscenamente con el narcotráfico. El régimen despótico de Maduro vive del contrabando, el control de las rutas de la droga y el trasiego de oro ilegal, sostenido por un sistema represivo que combina la censura con la propaganda y el miedo con la miseria, mientras millones de venezolanos huyen del país, en una de las mayores diásporas del siglo XXI, y la mitad que se queda pasa hambre y privaciones.
El contraste entre la dignidad de María Corina y la brutalidad del poder que la persigue resume la tragedia venezolana. Por eso el Nobel no funciona esta vez sólo como reconocimiento. Es también un mensaje: la herramienta que permite recordar que en Venezuela sigue existiendo una oposición real, una sociedad civil, un pulso moral. Probablemente sea un mensaje inocuo, incapaz de mover a la acción: la comunidad internacional lleva años oscilando entre la condena simbólica y la indiferencia pragmática. Estados Unidos mantiene sanciones, la Unión Europea expresa su preocupación, mientras Nicolás Maduro pasea por los foros internacionales protegido por Rusia, China e Irán.
En este contexto, la política estadounidense parece obedecer a un guion escrito por un guionista de pelis de indios y vaqueros: Donald Trump -ya lanzado a una nueva carrera presidencial, cuya constitucionalidad habrá de bendecir el Supremo, controlado por jueces trumpistas– ha prometido “terminar lo que otros dejaron a medias”. Y ahí empieza el vértigo. Trump utiliza la crisis venezolana como demostración de la y potencia y capacidad tecnológica de su ejército. Hundir las narcolanchas que abandonan las costas venezolanas, bombardear cargamentos sospechosos, o anunciar recompensas millonarias por la cabeza de Maduro. Ahora, con la concesión del Nobel a la líder que encarna lo opuesto a Maduro, vuelve la tentación de ir más allá: ¿será capaz Trump de ordenar una entrada ilegal en Venezuela para capturar al dictador?
Lo cierto es que, aunque considero a Trump capaz de orquestar una decisión ilegal como esa, no creo que vaya a hacerlo. Trump disfruta insinuando que puede hacer cualquier cosa, pero rara vez se decide a hacerla. Su poder está en la bravata, la amenaza constante, pero entra en riesgo con la acción. La legalidad internacional, las implicaciones militares y el rechazo diplomático hacen muy difícil implementar una operación de captura y secuestro de Maduro. Las baladronadas de Trump sirven a Maduro de excusa para militarizar el país e imponer una cacería a los disidentes, además de definir el clima político actual: un mundo donde la política se confunde con el espectáculo y donde los golpes de efecto sustituyen a las estrategias.