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Sobre la felicidad

Myriam Ybot

 

 

En las largas semanas de estío, las más de las veces volcada sobre apuntes universitarios, otras en playas o piscinas atestadas de griterío y olor a aceite bronceador, devoraba con avidez de adicta las columnas dominicales de Manuel Vicent en El País.

 

El valenciano lograba empapar la página impresa de bocanadas de atmósfera mediterranea a punto de nieve con eficacia de olimpo Michelín. Sus recorridos literarios por la costa levantina, mediante el manejo preciso y sabio de la lengua como único argumento, envolvían mi alrededor de toda la gama de azules infinitos, olor a naranjas y sol cayendo como un mazo. Una acuarela de Sorolla en la que me hubiera sumergido sin dudarlo, en fuga de mi cotidianeidad madrileña, sudada y gris.

 

Aquel atisbo de felicidad, intuida entre las lineas de la pluma de Vicent, se conservó como una píldora a la espera del momento de estallar entre mis dientes.

 

Quién hubiera imaginado entonces que la vida, con su generosidad imprevisible de ruleta rusa, me depositaría un día en el regazo de Lanzarote, donde reinan el turquesa oceánico y el añil en las carpinterías de las casas ribereñas, donde el perfume a higuera acaricia el volcán y el astro rey no es un martillo pero raja las piedras.

 

La luz entra perpendicular y blanca a través de las rendijas de la persiana y el visillo se estremece. Ha pasado el mediodía y pese a la temperatura exterior, las gruesas sábanas permanecen rígidas y frescas, con olor a plancha antigua. El abrazo del algodón y la modorra traen la memoria de aquellas siestas obligadas de los interminables veranos infantiles.

 

La cápsula se quiebra en mil pedazos. La embriagadora sensación de bienestar embarga mis sentidos con mil alfilerazos. Y con ella, la percepción exacta de la felicidad.

 

La felicidad se esconde en dos sonrisas paralelas desplegadas hace ocho años, en las que reconoces la emocionada expectativa de un tiempo nuevo, de una tarea nueva, de un afecto nuevo. Y constatas que todo sucedió incluso mejor.

 

La felicidad es un hilo de oro entretejido en el discurrir de los dias, enredado en puntadas de mil colores, cubierto bajo capas bordadas y que asoma de pronto, inesperado y brillante. Una fibra que conecta pasado y presente y transporta la esencia misma de la plenitud, disponible siempre para ser saboreada, incluso con más intensidad a medida que deshojamos las páginas del calendario.

 

 

La felicidad sabe a paella de domingo, misa y familia, los seis apiñados en la camilla y los codos, fuera de la mesa. El arroz llega cubierto con papel de periódico; bien puede ser la contraportada en la que Vicent atrapaba a millones de lectores y lectoras en su universo de belleza escueta y luminosa. Y después, hay pasteles.

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