Domingo, 14 Diciembre 2025
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Francisco Pomares

 

En la conversación pública contemporánea, hay asuntos que disfrutan de un protagonismo automático: priman los que tienen que ver con la igualdad, la diversidad, la juventud, la salud mental y su correlato más cercano, el bienestar emocional… Son cuestiones importantes y políticamente rentables: alientan debate, actuaciones públicas, y recompensa electoral. Frente a esos asuntos, existen otros fenómenos silenciosos y urgentes, cuya gravedad apenas se tiene en cuenta porque carecen de clientes, de lobbies que se ocupen de ellos, o de votantes organizados. La soledad es uno de esos asuntos de los que se habla poco, a pesar de ser hoy uno de mayores dramas de la sociedad desarrollada.  Miles de personas pasan días enteros sin hablar con nadie, no reciben visitas, viven un exilio humano dentro de su propio hogar.  Y Canarias no es ajena a esa tendencia: del archipiélago parten casi una de cada veinte llamadas al Teléfono Dorado, un servicio de acompañamiento emocional gratuito que lleva treinta años intentando paliar la desgarradora evidencia de que hay gente que no tiene a quien recurrir. Ni siquiera para hablar un rato.

 

El informe revela un patrón. La mayor parte de llamadas procede de personas mayores que viven solas, muchas de ellas mujeres que afrontan la viudedad o la separación como camino al aislamiento. Seis de cada diez usuarios del servicio viven solos, y la tercera parte reconoce pasar largos periodos sin tener relación con nadie. Hay algo profundamente triste en imaginar a alguien contando los días que pasan entre encuentros. Pero más triste aún es aceptar que este es un problema asumido como inevitable…

 

El aislamiento y la dispersión agravan el escenario en las islas: la nuestra es una región de municipios pequeños, barrios sin servicios, viviendas alejadas, en los que la falta de espacios comunes convierte la soledad en un destino. No hay plazas, cafés, círculos de barrio, ni siquiera bancos a la sombra donde sentarse a matar la tarde conversando con otras personas también solitarias. Las pantallas encendidas de televisiones y móviles son hoy la única compañía detrás de muchas ventanas cerradas… Pero sería un error pensar que este es un fenómeno local o incluso nacional. La soledad no deseada se ha convertido en uno de los grandes fracasos de las sociedades avanzadas. El Reino Unido cuenta desde 2018 con una Secretaría de Estado para la Soledad. Japón creó en 2021 un Ministerio de la Soledad para coordinar políticas destinadas a combatir el aislamiento de mayores, viudas, desempleados y jóvenes hikikomori. Son síntomas del agravamiento de ese patrón que hoy define un cambio que afecta cada vez más a las sociedades de la abundancia y el bienestar y debiera ser enfrentada con políticas públicas.

 

La razón es sencilla: la soledad aumenta el riesgo de depresión, acentúa el deterioro cognitivo, provoca enfermedades cardiovasculares y mortalidad temprana. Aceptarla como algo inevitable provoca costes sanitarios enormes. Pero ante todo, destruye la identidad y el sentido de pertenencia a una comunidad, un grupo o una familia. La persona sola no solo carece de compañía: también pierde los asideros emocionales que aportan el reconocimiento y la pertenencia. Resulta paradójico que hayamos construido un mundo donde hablar de bienestar mental se ha vuelto una moda que empuja hacia la hiperconexión, la exposición permanente a los demás, los discursos sobre salud emocional, el mindfulness y las redes de apoyo simbólicas. Sin embargo, la realidad camina por otro lado: el nuestro es un mundo de jóvenes conectados a las redes a todas horas, pero sin vínculos reales, adultos agotados sin sentimiento de comunidad y mayores expulsados del paisaje afectivo porque no pueden competir con la velocidad y el paso del tiempo.

 

Cada vez son más los jóvenes menores de 35 años que llaman al Teléfono Dorado. No parecen buscar asistencia, sino conversación. Cuentan sus rupturas emocionales, cómo les va en el trabajo o cómo se sienten por no tenerlo. Otros confiesan simplemente que no tienen con quién hablar… nativos digitales, rodeados de likes, seguidores y grupos de guasap, piden a un desconocido que les dedique diez minutos de atención sin emoticonos. La tecnología prometió conectarnos, pero ha acabado por producir saturación y desierto emocional. Cientos de contactos, cero relaciones: el triunfo del algoritmo y el fracaso del vínculo, el avance creciente de la costumbre de vivir sin compañía.

 

Y sin embargo, pese a su creciente magnitud, la soledad sigue siendo un problema políticamente marginal. No hay pancartas, no hay colectivos organizados, no hay presión mediática. Ningún partido incorpora a sus programas políticas para “acabar con la soledad” porque nadie gana elecciones movilizando ancianas sin redes o jóvenes sin amigos. Vivir solos no sale en TikTok, carece de eslogan, no aporta glamour y apenas ocupa presupuesto. Construimos políticas sociales basadas en su impacto mediático, no en las personas que las precisan. Invertimos entusiasmo y recursos donde hay audiencia, representación y conflicto. Pero la soledad no tiene lobby ni militantes. Lo urgente es lo que grita más fuerte, mientras ignoramos lo que nos mata en silencio.


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