Viernes, 05 Diciembre 2025
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Francisco Pomares


Sólo después de que los suyos comenzaran a apretarle en serio, Román Rodríguez anunció a bombo y platillo que Nueva Canarias celebraría su congreso el próximo mes de junio. Luego lo retrasó a septiembre. ¿La excusa? Que no hay locales disponibles. Gran Canaria entera, al parecer, secuestrada por los turistas. Ni un albergue chiquito, ni una residencia de ancianos, ni un taxi libre para reunir a los cuatro que quedan. Nadie que preste una mesa camilla para celebrar el congreso. O una barra de bar de carretera. Siempre que Román no encuentre otra excusa aún más creativa para no explicar a los que quedan por qué no lo deja, después de perder incluso su escaño. Román es el único líder de este planeta capaz de defender su continuidad tras haber sido sacado a pescozones de todas sus poltronas.

Pero lo mejor de todo es su último hallazgo retórico: no hay crisis interna. No hay desgaste. No hay hartazgo. Lo dice con el estilo impecable de un telepredicador: lo que hay es —lisa y llanamente— una conspiración para acabar con el nacionalismo de izquierdas.

Antes de que nos preguntemos dónde está ese nacionalismo de izquierdas contra el que el nuevo régimen de la derecha insularera e isloteñista ha montado una conspiración, el propio Román nos instruye: se trata de una perversa operación urdida secreta y aviesamente por Fernando Clavijo y Teo Sosa.

¿La prueba infalible de esa conspiración? Pues que Clavijo se ha reunido casi media docena de veces con Sosa en su municipio. Ahí la tienen: la marca inequívoca de la traición.

Para llegar a tal conclusión hay que padecer mesianismo incontrolado. O quizá creer que la política consiste en que los rivales te aplaudan cada ocurrencia que tengas, en vez de intentar desplazarte para ocupar tu sitio en el poder. La política va de eso, señor Rodríguez: de sustituir al que estorba. La política es (también) el quítate tú pa’ ponerme yo. Sin necesidad de que nadie fragüe conspiraciones.

Lo que debería hacer Román es lo que los políticos con dignidad y sensatez suelen hacer cuando fracasan estrepitosamente en las urnas: irse, dejarlo, renunciar. Marcharse recogiendo el aplauso cortés y la indemnización correspondiente.

Pero no. Román necesita más: necesita setenta mil euros al año para vivir (ahora se lo cobra al capitidisminuido grupo parlamentario del nacionalismo progresista, para desesperación de los cuatro pobrecitos diputados), y necesita, aún más, seguir haciéndonos creer que Gran Canaria y él son la misma indisoluble cosa. Una unidad de destino en lo universal. Pues no lo son.

Rodríguez lleva viviendo del cuento de ser imprescindible en lo público desde los tiempos en que Lorenzo Olarte y Julio Bonis —aquellos dos izquierdistas de toda la vida— lo colocaron en el Servicio Canario de Salud. Desde entonces, ha encadenado cargos, sueldos, despachos y coches. Y adaptado discursos.

En la última legislatura, la del hoy ministro Torres, fue vicepresidente y consejero de Hacienda, además de responsable de los fondos europeos que trajo el virus y de la tele contagiada. Era el señor plenipotenciario de todo. Una suerte de gran visir de Torres, convencido de que debía ser Califa en lugar del Califa, porque entiende de política —y de todo— más que nadie. En la última cita electoral, los ciudadanos le dieron una patada en el culo tan sonora que todavía resuena. Y él se resiste a aceptarlo.

Román es la lapa perfecta: se aferra a la roca aunque la marea suba, baje o lo arrastre un tsunami. En un mundo de lapas aferradas a su roca y a verlas venir, si alguien quiere renovar su partido, es que conspira para destruirle. Si no lo aplaude, es que trama algo. Si se reúne sin él, es que está pactando su defenestración.

Pero la realidad es más simple: la mayoría de quienes antes aguantaban sus numeritos en Nueva Canarias quiere pasar página.

Algunos todavía hablan bajito desde el sótano. Otros —y Teo Sosa es uno de ellos— ya lo gritan desde la azotea.

Aquí no hay conspiraciones. Y aunque las hubiera, tampoco sería un drama. En política —como en los deportes, en los negocios o en la investigación— se pelea para dejar al adversario sin fuerzas y ocupar su sitio. Lo que ocurre alrededor de Román no es una conspiración: es hartura. Hastío de un liderazgo que ya no suma. Porque a Román —ese anciano telepredicador nada venerable— ya no le cree ni le vota nadie.

Si hay una mano negra contra Román, no es la de Clavijo, ni la de Sosa. Tampoco la de algún traidor de opereta.

La única mano que conspira contra Román es la del tiempo.

Y es inexorable. Siempre se sale con la suya. Jamás pierde.


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