Viernes, 05 Diciembre 2025
PUBLICIDAD
PUBLICIDAD
PUBLICIDAD
PUBLICIDAD

Por Francisco Pomares 

 

  • Lancelot Digital
  • Cedida

 

Hay algo prodigioso en la forma en que Pedro Sánchez se desenvuelve en medio de todas las tormentas, la forma en que consigue sobrevivir a todos los escándalos. A su alrededor, todo cae: ministros reprobados, asesores investigados, amigos salpicados, familiares imputados, un fiscal en el Supremo… Pero él flota. No le alcanza el barro, no le roza la sospecha. Todo lo que ocurre le resbala. Como si viviera en un plano superior donde las leyes tradicionales de la política y las reglas de la decencia no se aplicaran… Ahora es su hermano, David Sánchez, el que se tiene que sentar en el banquillo. Pero el presidente, una vez más, ni se inmuta.

 

La jueza instructora del caso ha dictado la apertura de juicio oral contra David Sánchez y una decena de altos cargos de la Diputación de Badajoz, entre ellos Miguel Ángel Gallardo, expresidente de la institución y líder del PSOE en Extremadura. A todos ellos se les atribuyen delitos de prevaricación, tráfico de influencias, nombramiento ilegal y otras variantes del uso arbitrario del poder público. Todo apunta a una estructura política montada para crear, adjudicar y blindar puestos a medida para personas afines. Entre ellos, el hermanísimo Azagra.

 

La gravedad de los hechos es irrefutable. No hablamos de meras irregularidades administrativas. Hablamos de una plaza inventada para dar cobertura legal a un cargo posiblemente innecesario. Y de correos internos que revelan que, antes incluso de que se publicara la convocatoria, ya se hablaba del “hermanísimo”. De entrevistas amañadas, candidaturas ignoradas, contratos sin informes y colaboraciones tejidas con antiguos asesores de Moncloa. Y, para rematar, de la operación in extremis del ex Gallardo para aforarse como diputado regional justo el día antes de que se conociera el auto judicial. Un blindaje exprés gestionado con cuatro dimisiones en cadena de personas que trabajan para él y otras maniobras de despacho, mientras se mantenía a la Asamblea de Extremadura en la sombra. Una vergüenza política e institucional que no debería ser aceptada en una democracia mínimamente funcional.

 

Pero aquí no pasa nada. Y no pasa porque Pedro Sánchez ha logrado lo que ningún otro presidente antes que él: separar por completo su responsabilidad política de todo lo que ocurre en su entorno. Es como si los casos de corrupción solo afectaran a terceros. Como si el PSOE no fuera su partido, ni su hermano fuera su hermano. El escándalo no se mide ya por lo que sucede, sino por lo que Sánchez logra aguantar. La probada resiliencia ante cualquier circunstancia del inquilino de Moncloa se ha convertido no en un bochorno, sino en un mérito. Y Sánchez ejerce su capacidad para resistir, sin una palabra, ni una explicación. Solo el silencio blindado del poder, y el recurso a las tretas de su manual, al “pues tú más”, al descrédito de todo y de todos, el ruido y la instrumentalización autoritaria de aquello que debería ser garantía de democracia o legalidad: la justicia, los medios independientes, la separación de poderes… Sánchez no actúa por virtud, se mueve por puro cálculo, siguiendo los consejos de Tezanos y la oficina de estrategas del PSOE. No convence con argumentos, convence a los convencidos, a los que están seguros de que viene la ultraderecha, y —por supuesto— a los suyos seguros, a los que controla con su máquina de repartir cargos, prebendas y salarios.

 

El caso David Sánchez resulta emblemático: la cuestión no es solo que el presidente tenga un hermano imputado, como tiene un Ábalos caído en desgracia, a su mujer investigada, a un ministro desaparecido, a su fiscal en el Supremo… El problema es que Sánchez actúa como si nada de eso tuviera absolutamente nada que ver con él. La estructura de favores, cargos a medida y lealtades bien retribuidas es el núcleo mismo de su petrificado modelo de poder.

 

Lo del hermanísimo no es un episodio aislado, sino una pieza más del mosaico de un sistema político que ha sustituido la ejemplaridad por el blindaje, que desprecia la transparencia y considera las instituciones como herramientas para premiar a los afines. Un sistema donde el aforamiento se usa como salvavidas y la ley como escudo. Que el presidente de la Diputación de Badajoz, recién procesado, haya logrado su escaño regional en 24 horas —tras una coreografía obscena de dimisiones y renuncias— es la mejor prueba de cómo el poder manipula las reglas a su antojo para esquivar la rendición de cuentas.

Y mientras eso ocurre, Sánchez sigue en su pedestal. No porque sea ajeno al escándalo, sino porque ha logrado que la lógica de la impunidad forme parte de la misma estructura del sistema. Su resistencia no es solo personal: parece la de un régimen que ha aprendido a sobrevivir desacreditando a quien acusa, blindando a quien delinque y expulsando a quien estorba. Un régimen que sabe que, si cede un solo milímetro, puede venirse abajo, como un castillo de naipes.

Por eso flota Sánchez: ha hecho del descrédito su rutina, no se molesta en fingir que le afectan las demandas y acusaciones. Se ha convencido —y ha convencido a los suyos— de que ninguna porquería le salpica, de que él no es responsable de nada ni ante nadie. Por eso cree que, aunque todos a su alrededor caigan, él seguirá en pie.


PUBLICIDAD
PUBLICIDAD
PUBLICIDAD
PUBLICIDAD
×