Un cohete sin combustible

Francisco Pomares
Cuando se refiere a la economía española, Sánchez dice que vamos “como un cohete”. En un contexto de crisis institucional imparable, con los tres colegas que le llevaron al poder en prisión, para Sánchez la economía es la explicación de que el Gobierno no puede ceder, ni rendirse, ni caer. Porque es “un gobierno progresista que está haciendo las cosas bien”. En realidad, las políticas que aplica el Gobierno y que permiten a su presidente decir que España va como un cohete, no son progresistas. No lo son en absoluto, se parecen al populismo que ha practicado el peronismo de los Kirchner y que han llevado a Argentina a la ruina absoluta y a ponerse en manos de alguien como Milei. Otro visionario populista, pero de derechas.
Uno de nuestros mejores economistas, Lorenzo Bernaldo de Quirós, explicaba ayer en una entrevista lo que ocurre en la economía española: cree Quirós que lo que define el cohete español no es un ascenso que le lleva a algún lado concreto, sino una parábola que terminará en un batacazo monumental. Lo que presenta el Gobierno como dinamismo económico, es un espejismo, un crecimiento que no brota del músculo productivo del país, sino de tres factores insostenibles en el largo plazo: el gasto público desbordado, el aumento de población (y del empleo) por la vía de la inmigración, y el turismo como principal actividad. En Canarias es un modelo que conocemos bien, y que nos ha convertido en una región dependiente de los recursos del Estado. Como modelo económico para un país, ese “cohete” no parece fabricado en la NASA. Más parece un petardo. La economía que define se parece más a la de un resort caribeño que a la de un país desarrollado. El PIB sube, sí. Pero como sube un termómetro expuesto a un secador: rápido, pero sin nada detrás. España crece sin hacerse más rica, sin ser más productiva y sin acercarse a Europa, de hecho, no paramos de alejarnos: si seguimos así, en una década estaremos en el vagón de cola de la Unión, con una economía más próxima a la de Rumania o Bulgaria que a la de Alemania o Francia. Y mientras nos entretenemos con el crecimiento mágico del PIB, otro dato se desgañita pidiendo atención: es la productividad, que sigue estancada. Y sin ella no habrá salarios dignos, ni bienestar duradero, ni prosperidad más allá de la propaganda. La fotografía es más fea aun cuando se retrata la caja del Estado: desde que Sánchez llegó a La Moncloa, la presión fiscal ha subido casi tres puntos, mientras en Europa desciende. España sostiene hoy uno de los mayores esfuerzos fiscales del continente: trabajamos más que la media europea para contribuir más que la media europea, a cambio de servicios que no son -digámoslo con suavidad– los mejores de Europa. Y aún nos resistimos a invertir en defesa. Cuando eso cambie, y ocurrirá más temprano que tarde, la presión será aún más fuerte que ahora. Seguirán pagando nuestros hijos y nietos, durante al menos una generación, porque ni con este drenaje recaudatorio el Gobierno logra reducir el déficit estructural. Cada año exprimimos más al contribuyente, pero el déficit sigue creciendo. La economía española es como una naranja de la que ya no se puede sacar una gota más, mientras el vaso sigue medio vacío: el gasto público no se destina a inversión productiva, sino fundamentalmente a transferencias electorales, subsidios, prestaciones y ayudas para fidelizan voto. No genera riqueza.
La reforma laboral, dice Quirós, fue una operación estética: se prohíbe la temporalidad, sustituida por la figura del fijo discontinuo, ese invento que convierte el paro en empleo virtual. Un trabajador puede no trabajar, pero no aparece como parado. España es líder mundial en milagros del lenguaje: tenemos pobreza que no se llama pobreza, paro que figura como empleo y un crecimiento del PIB que no produce redistribución. Tras años de expansión desmedida del gasto público, España sigue entre los países con mayor riesgo de exclusión social de Europa. A la izquierda le encanta proclamar que protege al débil; la realidad es más cruda: casi dos millones y medio de personas reciben el Ingreso Mínimo Vital. El sistema no saca a la gente de la precariedad, la estabiliza en ella. Y luego está la vivienda. Las casas son caras porque se hacen pocas: un urbanismo rígido, impuestos altos, suelo retenido y una Ley de Vivienda que maltrata al propietario por el crimen de ser arrendador. Resultado: la demanda sube, la oferta no, y los precios te miran desde las nubes.
Y hay otra bomba retardada: las pensiones. Nuestro modelo funciona solo si hay muchos trabajadores sosteniendo a pocos jubilados, pero ahora ocurre justo lo contrario. Los boomers se retiran, los jóvenes migran o encadenan salarios bajos, y nuestra tasa de reemplazo es la más alta de Europa. Si no se ajusta, la ruptura no la pagaran solo los jubilados, será la generación que aún no ha votado. El corolario final es político, no económico. Llevamos años escuchando que el Gobierno va a resolverlo todo, pero lo único que hace es endeudarse. No hay milagro económico sin redistribución de la riqueza. Sánchez dice que somos un cohete. Pero no vamos hacia ningún lado. Y el combustible se gasta.