Viernes, 05 Diciembre 2025
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Francisco Pomares

 

Una niña de dos años perdió ambas piernas por una infección mal tratada en un centro sanitario de las islas. La noticia ya sería desgarradora por sí sola, pero lo es aún más cuando la Justicia explica que la amputación pudo evitarse con un tratamiento adecuado. El TSJC ha condenado al Servicio Canario de la Salud a indemnizar con más de 273.000 euros a los padres de la menor, por no hacer lo que había que hacer cuando aún se podía. No se le administraron antibióticos eficaces a tiempo, no se le practicaron las pruebas necesarias, no se registraron parámetros básicos como la saturación de oxígeno o la temperatura. Y todo eso pasó en una sanidad pública que seguimos considerando “una de las mejores del mundo”.

 

¿Ha comenzado a fallar nuestro modelo sanitario público? Las cifras de migración al sector privado alarman: el año pasado, más de doce millones y medio de personas —cerca del 30 por ciento de la población española— contaban con seguro médico privado, ya sea individual o mutualista. Las clínicas y hospitales privados llevaron a cabo más del 40 por ciento de las operaciones y atendieron un tercio de las urgencias, liberando presión del sistema público. La saturación del Servicio Nacional de la Salud, con 846.000 pacientes en listas de espera quirúrgicas –con media de espera de 126 días- y cerca de 4 millones pendientes de consulta -105 días de media- no es lo único que ha impulsado el auge de lo privado. Las encuestas señalan la caída de valoración del sistema público: en 2024 sólo el 55 por ciento de los encuestados consideraba que funciona bien, frente al 70 por ciento de antes de la pandemia; y a cerca de un 16 por ciento que cree que va mal y necesita cambios profundos. La confianza en la sanidad pública disminuye rápidamente.

 

El caso de la niña que perdió sus piernas, trágico, brutal e injustificable, es más síntoma que anécdota. No parece responder a un error humano, de esos que ocurren hasta en los sistemas más robustos, sino de una cadena de omisiones que se parecen demasiado a una rutina. Si falla la historia clínica, no hay pediatras que controlen, no se aplican los protocolos, ni se evalúan los síntomas más obvios, no estamos ante una excepción. Estamos ante un sistema enfermo. Millones de ciudadanos asumen hoy como inevitable que tendrán que pagar un seguro médico privado para acceder a una atención mínimamente eficaz. Y lo peor es que muchos de ellos descubren después que la sanidad privada tampoco garantiza nada. Las listas de espera quirúrgicas no son tan distintas, las urgencias colapsan igual, y los errores —como muestran sentencias millonarias recientes— ocurren también allí, con una frecuencia que desmiente a la propaganda. Algo va muy mal cuando la gente acepta pagar dos veces por el mismo derecho: con sus impuestos y con su bolsillo. El modelo funcionó, pero ahora muestra grietas estructurales. Está desbordado y mal gestionado. El Covid reventó sus costuras, y lo que vino después ha sido un deterioro silencioso, que no es casual, sino fruto de una cultura social que ha integrado la ineficacia, el corporativismo y la impunidad con la precariedad laboral, la falta de planificación, y la ausencia de responsabilidad.

 

El caso de esta niña es un ejemplo claro de cómo un error médico individual y grave puede provocar desconfianza en el estado de bienestar como sistema. El juez ha sugerido que los responsables deberían responder personalmente, y no repartir el coste de su negligencia entre todos los contribuyentes. Seguramente tiene razón. Pero eso no resuelve el dilema que enfrenta el sistema, que es el de mantener la universalidad y el acceso de todos a la atención sanitaria, mientras se gestiona el envejecimiento de la población y la presión fiscal. Equilibrar derechos y responsabilidad fiscal es clave para que el sistema pueda mantenerse. Pero ese es el debate al que nadie quiere dedicarle ni un minuto de tiempo.

 

¿Y si este estado de bienestar defectuoso se ha convertido en lastre para gobiernos sin coraje y ciudadanos resignados?


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