PUBLICIDAD
PUBLICIDAD

Una generación nostálgica

Mar Arias Couce

 

Más de una vez, al hilo del empuje que han tenido publicaciones del tipo “Yo también fui a EGB” me he preguntado por qué motivo somos una generación tan nostálgica o, si tal vez, todas las generaciones lo son. Es posible que el ser humano esté programado para pensar que lo suyo, lo que él vivió, sí era bueno. Y es más que probable que todos tendamos a idealizar aquellos años en que los que la falta de responsabilidades y preocupaciones era la tónica. Un bañador y una toalla, poco más necesitábamos para ser felices. Si además tenías una bicicleta, para qué más… ya eras el rey.

 

Lo cierto es que la nuestra es una generación que está convencida de que su infancia, adolescencia y juventud no pudo ser mejor. En realidad, ayuda bastante el hecho de que los años 80 en este país supusieran un cambio total en muchas cosas. Una apertura a una realidad que, hasta el momento, nos estaba vedada. La música, la literatura, el cine y la televisión se abrían de par en par para dejar entrar a raudales todo lo que venía de fuera. Y nosotros lo consumíamos con ansiedad.

 

Es tanta la adoración por la época que se la estamos imponiendo a nuestros hijos, y nos inventamos series como Strangers Things y películas de sabor nostálgico y reminiscencias evidentemente ochenteras. Hasta hemos sacado del cajón de los recuerdos al señor Miyagui y nuestros hijos recrean las patadas al cielo de Daniel LaRusso, ahora ya más entradito en años y su eterno rival. Por supuesto, antes de ver todas las temporadas de la serie, han revisado las películas y a los padres se nos ha caído la baba. En mi casa, ya no queda una sola saga ochentera que repasar. Han ido cayendo todas: Los Goonies, Regreso al futuro, Indiana Jones, Los Gremlins, por supuesto las 3.000 películas de la Guerra de las Galaxias… hasta los tropecientos capítulos de Mazinger Z, los antiguos y los nuevos y la película. No nos falta de nada. Y los disfrutamos el doble viendo que a ellos también les gusta ese punto ingenuo y cándido que tenían muchas de ellas.

 

Siempre me he preguntado porqué motivo en los dibujos ochenteros los malos siempre querían destruir el mundo, así, sin más. ¿Para qué? Pero con siete años, nos llegaba con saber que eran malos y punto. Ahora los malos son algo más complejos y al menos tienen un mínimo de discurso. A nosotros, mucho más inocentes, no nos hacía falta.

 

Por otra parte, y a Dios gracias, se nos han olvidado, afortunadamente, los dramones que nos hacían tragar y que ahora les ahorramos a los niños. Hablo de Heidi, de Marco, de Candy, Candy y hasta de la Casa de la Pradera… historias improbables hoy en día, por no decir imposibles porque los de Servicios Sociales se hubieran llevado a los niños en el capítulo uno y no habría series.

 

No sé si el placer que nos producen todos esos recuerdos está asociado a una época excesivamente correcta, en la que ni el humor, ni el relato tiene tanta libertad como antaño porque la ofensa ha ganado peso específico y toca andar con pies de plomo. Tal vez es una huida hacia tras, a esos años inmensamente felices en que todas las responsabilidades recaían en nuestros padres y el mundo era, al menos eso pensábamos, un buen lugar. Hubo cosas malas, dramáticas, problemas terribles como el colza o el terrorismo, pero nosotros evocamos las buenas.

 

Dentro de veinte o treinta años veremos qué recuerdan nuestros hijos de estos tiempos de encierros y mascarillas, y si también borran todo lo malo y se quedan con las cosas buenas, tal y como hacemos nosotros.

 

 

Comentarios (1)