Universidad: autonomía no es impunidad

Francisco Pomares
Los Consejos Sociales fueron creados por la Ley de Reforma Universitaria de 1983 como órganos de participación de la sociedad en la universidad pública. Desde entonces, han sido ratificados y fortalecidos por todas las leyes universitarias, incluida la reciente LOSU. Su existencia no es un capricho: son parte esencial del sistema de gobernanza, encargados de velar por el buen uso de los recursos públicos, fomentar la conexión entre la universidad y su entorno, y asegurar que el interés general esté presente en las grandes decisiones institucionales. A diferencia de los claustros y los consejos de gobierno, compuestos mayoritariamente por miembros de la comunidad universitaria, los Consejos Sociales integran a representantes de la sociedad civil, del mundo económico, laboral y cultural. Esa es su razón de ser: aportar una mirada externa, crítica y constructiva, que complementa –no sustituye– la autonomía académica. Esa autonomía, recogida en la Constitución, es una garantía para la libertad de cátedra, la investigación y la docencia, no un blindaje frente al control público. No exime de rendición de cuentas, ni convierte a la universidad en un ente impermeable al interés colectivo. Por eso, los Consejos Sociales tienen funciones legalmente reconocidas que van mucho más allá de la cortesía: aprueban presupuestos, supervisan la gestión y, en algunos casos, emiten informes preceptivos y vinculantes.
En ese contexto, sorprenden las declaraciones del rector de la Universidad de La Laguna, en las que critica el anteproyecto de ley canaria sobre los Consejos Sociales. No por el fondo –que puede y debe discutirse–, sino por la ligereza con que se invoca un concepto tan serio como la autonomía universitaria. Porque autonomía no es soberanía absoluta. No es una patente de corso frente al interés general. Por eso mismo, la Constitución (artículo 27.10) garantiza la autonomía universitaria, pero también la sujeta a ley: a la ley estatal y a las leyes autonómicas que desarrollan el marco universitario.
Convertida en talismán contra cualquier control externo, el rector insinúa que exigir informes vinculantes puede vulnerar la Constitución, como si los Consejos Sociales no fueran también, por ley, órganos legítimos de gobierno universitario. Calificar como “intervención externa” la participación de los Consejos Sociales cuando emiten informes vinculantes, afirmar que le “chirría” que un Consejo politizado pueda decidir, o negar que estos órganos tengan algo que decir en la creación de titulaciones no solo es exagerado: es jurídicamente discutible, si no directamente erróneo.
El argumento más insólito, sin embargo, es presentar al Consejo Social como una «amenaza política» porque sus miembros sean designados por instituciones representativas. Hay en esa afirmación un eco autoritario difícil de ignorar. Es cierto que vivimos tiempos difíciles para confiar ciegamente en los sistemas de representación, hoy controlados por partidos ensimismados con el poder y cada vez más alejados de la vida real. Pero la política es la esencia misma de la democracia. Pretender que la universidad pública es ajena a la política es faltar a la verdad. ¿Acaso no responde a decisiones políticas su existencia, su presupuesto, su marco legal?
Oponerse al papel de los Consejos Sociales porque podrían llegar a bloquear una titulación si algún día los preside un negacionista de las vacunas o un misógino es simplemente pueril. ¿Vamos a rechazar los parlamentos porque en ellos se sientan diputados terraplanistas, conspiranoicos o analfabetos? Es un argumento tramposo, que desacredita a la propia democracia representativa y, en el fondo, expresa un malestar más profundo: el de quienes preferirían que el control de la universidad quedara exclusivamente en manos de quienes la gestionan desde dentro.
En lugar de alimentar ese reflejo corporativo, el rector debería celebrar que se refuerce el vínculo entre universidad y sociedad. Que el Consejo Social pueda emitir informes preceptivos no es una anomalía: es una herramienta para mejorar la gobernanza, hacer más transparentes las decisiones y establecer criterios de control. ¿O acaso cuesta tanto justificar por qué se crea una nueva titulación, un instituto o una plaza docente?
El verdadero debate no es si la nueva ley da más poder a los Consejos Sociales. El debate es si la universidad pública está dispuesta a rendir cuentas de sus defectos, su endogamia, sus clientelismos o su insensata burocratización. Debería hacerlo ante la sociedad que la financia, antes que blindarse tras un concepto distorsionado de autonomía para resistirse a cualquier escrutinio.
La autonomía universitaria no es –ni debe ser– falta de control público. La universidad, como toda institución pública, debe someterse al principio de legalidad, al control democrático y a la transparencia sobre su gestión, sobre cómo se gasta el dinero de los ciudadanos y sobre los resultados que obtiene. Lo demás son excusas. Muchas nacen del temor atávico a que la universidad se debilite si se abre al mundo. Probablemente ocurra justo lo contrario.