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Margarita Saavedra, la niña de las salinas

Antes de casarse con Félix, el zapatero de Arrecife, trabajó en una tienda de tabacos y en la librería España

 

  • Concha de Ganzo
  • Laura González
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    Se sabe de memoria todas las salinas que había en Arrecife: los nombres, los dueños, las familias que vivieron junto a esos remansos deslumbrantes, que con el sol,  se tiñen de color rosa. Un color delicioso, un camino de Oz que lleva a Margarita Saavedra a su niñez, a aquellos días felices. Ella nació junto a uno de estos enclaves históricos: las salinas de Puerto Naos.

     

    Margarita Saavedra dibuja un Arrecife pobre, polvoriento, sumiso. La escasez marcaba el día a día. Eran conscientes, pero pocos se atrevieron a quejarse. Se comía lo que había. No existía el café, ni la mantequilla. Tal vez algo de cebada, agua de pasote, con gofio. Y al fondo como en una postal, los barcos de vela. Los marineros que recorrían las calles de tierra.

     

     

    Y sin apenas luz, y sin agua. Tratando de no gastar. Alguna vez su madre fue a la mar, y con el agua salada lavó la loza. Lo cuenta resignada: no había otra cosa

     

    En este viaje  a ese pasado en blanco y negro apenas se ven  destellos, luces de colores.  La memoria de lo vivido ofrece imágenes tenues, que se repiten con claros y oscuros. En Margarita nunca aparece la rabia. Ni siquiera cuando sus padres no podían hacerle regalos. Tal vez por eso mantiene como un gran recuerdo aquella primera muñeca que cuidó como un tesoro.

     

    La vida pasaba sigilosa, monótona. Sin demasiadas sorpresas. Sólo las fiestas, siempre San Ginés representó el oasis, el momento esperado. Margarita también vivió esos días de más luz sin aspavientos. Ella jamás fue a un baile. Lo dice con orgullo, segura de haber hecho lo que estaba bien, lo que entonces se consideraba de buena cristiana. Por eso prefería las reuniones en la iglesia y las procesiones, sobre todo la que se hacían y se hacen en honor a la Virgen del Carmen.

     

    Antes de casarse con Félix, el zapatero de Arrecife, Margarita  trabajó en una tienda  en la que vendía cajas de cigarrillos negros sin filtro,  puros de La Palma y picadillo. También sobres de cartas. Los marineros pasaban  en busca de tabaco y de papel blanco con una fina raya azul para contar a sus familias cómo les había ido la pesca. Lejos de casa. Después entró como dependienta en la librería España. Siempre recuerda esos meses como uno de sus grandes logros. Al casarse dedicó el tiempo a sus hijos, y también a ayudar a Félix en la zapatería, con las cuentas y los pedidos. Aquellos zapatos hechos de manera diligente y que debían durar mucho tiempo, muchas caminatas, varios sangineles.

     

    Los recuerdos aparecen en una cascada lenta. La presencia constante de su marido,  sus hijos, las salinas de Puerto Naos, dónde nació. Los vecinos, la iglesia, y el tiempo que pasa. Margarita no quiere darse importancia. Como si ella, lo que pudiera contar, no valiera la pena. Sale de su casa, pasea por la avenida, junto al muelle chico,  y deja esa estela. Sin saberlo, nos regala un retrato en blanco y negro de un Arrecife que se fue.

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