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Blas

Por Rafael Tovar Herrera

 

--¡Y ahora, sin más preámbulos… Blas Martínez!... El estruendo del aplauso rebotando en las paredes del atiborrado teatro borró el tiempo presente y me transportó dejándome petrificado en el universo de los preámbulos.

 

-- Señor, aquí tiene el número del tenor Blas Martínez. Se han programado varios conciertos de música latinoamericana aprovechando su regreso al país; la dirección del Concejo Nacional ha dispuesto que usted lo acompañe con la guitarra. -- Qué bueno, gracias, es un placer ¿Él no vive aquí? -- Sí, claro que vive aquí, pero acaba de llegar de Israel, estaba cantando en la ópera de Tel Aviv y fue todo un éxito.

 

Después de este preámbulo creció mi entusiasmo por conocer y acompañar a este internacional cantante venezolano que, incluso, debía hablar hebreo para desenvolverse con éxito en tan antiguos y exóticos lares.

 

En ese tiempo era feliz, o sea, ignorante. Era mucho más feliz, o sea, mucho más ignorante que antes de conocer la existencia de la Ópera con mayúscula, un género musical antiguo, mejor dicho, clásico, que encanta aún hoy en día de forma realmente mágica; porque a pesar de que las óperas están escritas en italiano, en francés y algunas en alemán, su elegante público aplaude como si entendiera lo que le están contando cantando y, por supuesto, mi futuro amigo el tenor Blas Martínez, nunca necesitó hablar hebreo para encantar a su público israelí porque le cantó en italiano.

 

Ha sido un largo y feliz aprendizaje desde la década de los setenta del siglo XX hasta hoy, gracias a que la música alegra la vida y hace que todo valga el esfuerzo.

 

Inolvidable la vez que al terminar un concierto yo esperaba a Blas en la entrada principal del teatro donde destacaba una gran foto del tenor con pinta y actitud de estrella del bel canto. Dos lindas jóvenes conversaban frente al afiche al momento que Blas salía, ellas le sonrieron, se acercaron y mientras lo saludaban una de ellas le dice --¿El señor de la foto no vino?— Más de cuarenta años después ese momento sigue haciéndonos reir.

 

Como dije: ha sido un aprendizaje muy gratificante. Cierta vez me preguntaron --¿Cómo hace uno para meterse a tenor? ¿Hay que estudiar? ¿Hay que saber música?... Explicar preguntas como esas es un largo viaje sin paisajes ni destino. Comienzas diciendo que para ser tenor es necesaria una condición vocal especial, que la tesitura debe tener un determinado rango y el timbre un brillo específico, luego estudiar hasta lograr capacidades superiores, como Blas, que hizo cursos de perfeccionamiento para cantantes líricos en la Escala de Milán y estudió en el conservatorio Giuseppe Verdi… y en ese instante te das cuenta lo difícil que es explicar lo que es tesitura, o timbre, a alguien que te mira con una sonrisa sardónica que no logra disimular el alegre desprecio por lo que está oyendo. Pero realmente es un aprendizaje divertido. Cambié mi explicación y le dije que un tenor es un cantante que canta durísimo, muy alto, que los primeros aparecieron en el siglo XVII cuando se inventó la Ópera y todavía no se conocía la electricidad y mucho menos los micrófonos. Le expliqué también que el éxito de Blas Martínez en Israel se debió a que mientras cantaba en Tel Aviv lo escucharon también los Palestinos que estaban en el desierto de al lado. Fue un éxito mi explicación.

 

La música es la mayor altura en la evolución del primate. Es la esencia que eleva a otro plano al antropoide que accede a ella, haciéndola o simplemente oyéndola. Cualquiera enciende un fuego o navega en internet. No es posible saber qué cambios, qué eventos causará la música en un momento determinado, y si esa música cuenta cosas, dibuja sueños porque hay un poema en la melodía, entonces tiene el poder de cambiar la historia y las emociones, el alma y el futuro. El público que llenaba la sala de conciertos ese domingo escuchaba en ese momento la canción titulada Ven, un regalo del poeta y músico Joaquín Silva. La voz de Blas recitaba la melodía… “Ven mulatica zalamera, ven, tráeme tus senos en flor…” De pronto la música se convirtió en conjuro y apareció una mujer caminando hacia el escenario, en trance, con sus incongruentes senos en las manos en actitud de ofrenda a un invisible dios lactante. Terminamos la canción en algún lugar del subconsciente mientras la mujer mirando arrobada a Blas repetía --El señor me llamó… el señor me lo pidió… el señor me llamó… Los que estuvimos en ese concierto asistimos a la rara ocasión cuando el tenor Blas Martínez, con su voz e interpretación, convirtió una simple canción romántica en liturgia de una religión imposible.

 

Una mano en mi hombro me trajo de nuevo al tiempo presente sacándome del universo de los preámbulos. Seguía el trueno del aplauso y aún petrificado oí la voz de Blas diciéndome ¡Mónica Pérez!... el título del tema con el que comenzábamos el concierto. Ha sido la única vez en mi vida de músico que me he quedado bloqueado, paralizado ante la magnificencia del mayor y más intenso aplauso que he sentido. Esa noche fuimos invitados a un agasajo que ofrecían las autoridades y personalidades de la ciudad en honor a Blas Martínez, el importante tenor de la Ópera que acababa de regresar de una gira triunfal por el Medio Oriente y había hecho ese día un grandioso recital. A mitad de la noche se me acercó la organizadora de la fiesta --Hola, espero que la esté pasando bien, lo felicito, toca muy bien la guitarra, yo lo he visto en televisión. Por cierto, el señor Blas tiene buena voz, usted que es artista debería ayudarlo…

 

Ante la inexplicable necedad de este comentario hecho con tanta naturalidad, mostré mi sonrisa sardónica –también la tengo-- pensando en que Blas había ganado el primer premio como mejor cantante lírico otorgado por la RAI, Radio y Televisión Italiana.

 

Sin más preámbulos amigo mío, nuestro concierto sigue. La música es inmortal.

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