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El gato de Manrique

MariMar Duarte

 

Si los árboles del tanatorio del antiguo Hospital Insular de Lanzarote pudieran volcar la memoria y lo vivido durante su crecimiento, aparte de escuchar el sentir y los lamentos, penas y llantos del lugar en el que se convirtió, pues antes era parte de la zona de convivencia de las monjas, también recordarían a Castruto, el jovencito y enorme gato siamés de César, que un día bajó del taller, muerto de hambre, al comedor de las monjas y la armó.

 

En su carrera, no pudo elegir sino coger algo de lo que encontraba a su paso. Mil estragos en un minuto. Por el camino, tiró calderas, pisó platos con huevos duros y pollo desmigajado para los caldos y también hizo de las suyas en las cortinas, de las que hizo autopistas en su escapada, por los gritos y por los golpes que le daban con los con trapos de cocina, una vez hechas sus fechorías en ajeno territorio.

 

El hospital, contaba en su estructura con el salón de los leprosos que siempre estuvo vacío pues en la isla no hubo lepra.

 

César, buscaba por aquellos días un espacio mayor para cambiar su taller pues el que él que tenía se le había quedado pequeño. En agradecimiento por el diseño y la creación del jardín Dr. D. José Molina Orosa, desde la dirección del centro y mientras buscaran un nuevo uso para ese espacio vacío, se lo ofrecieron para pintar, él lo aceptó mientras encontraba otro sitio. Fue así como llegó Castruto al lugar.

 

Cuentan que con los meses, pasó de ser un indeseado gato buscavidas por el área del hospital, donde a todos molestaba pues vivía entre las piernas de la gente de la recepción, a ser muy querido por todos.

 

Creció y fue alimentado por parte del personal del centro sanitario, al que César pedía de favor en sus ausencias. Entre otros, D. Juan Sosa, fue uno de los que lo hacía pero tanto cariño le cogió el gato que solo comía y se dejaba acariciar por él y por su dueño. Castruto iba con Sosa a la peluquería del centro y descansaba cerca del botiquín, sobre una maleta vieja, lo acompañaba al asilo cuando visitaba y prestaba ayuda a los mayores. Era más perro que gato al final de sus días. Ni cazaba ni nada lo hacía erizar. Descansar, acercarse y rozarse por quien él quisiera, cuando necesitaba cariño, formaba parte de los pilares en su modus vivendi.

 

Dormía de una forma nada habitual. Se acostaba patas arriba en el primer escalón de la puerta, bajo el ardiente sol y el casi eterno cielo sin nubes, con la cabeza colgando hacia detrás, por fuera del escalón. Esto, despertaba la curiosidad de los que entraban y salían del edificio porque no solo era una raza extraña para aquella época, es que parecía un hurón albino y pocos pensaban que era un gato, por su color blanco y la boca negra, principalmente lo observaban porque parecía que estaba muerto… muerto, pero de sueño.

 

Castruto, en sus tareas de higiene diaria, se limaba las uñas en la delgada y gastada alfombra de pajullos de pita, ya bastante amarillenta que había en la entrada. En esos momentos, la rejuvenecía por los relieves que creaba al hacerlo pero al instante, volvía a su estado original por las pisadas de las entradas y salidas de la gente. Un día, la alfombra ya pesaba poco por el uso y por los años y se le quedó enredada en las uñas de las patas traseras. Saltando con ella pegada a modo de capa la desplazó un montón de metros por no poder quitársela de encima y fue el día que más alto lo vieron saltar desde el suelo y contra las paredes. Aterrado y pidiendo ayuda a su manera, se revolvía y luchaba contra ella gritando y bufando con la boca abierta, dicen que los ojos que se le querían salir del casco. ¿Quién ayuda a un gato en esa situación?

 

Peleando contra nadie y arañando lo que tocaba, tras la batalla, quedó agotado y subió al eucalipto, Eucalyptus globulus, que actualmente flanquea la entrada al tanatorio, joven como él, abrazó a aquel guerrero y le dio el cobijo y la protección de un amigo.

 

Memorias de árboles de Arrecife

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