PUBLICIDAD
PUBLICIDAD

Historias de una isla

Marymar Duarte

 

Decidió cambiar, hasta su nombre. Sería CUQUI para quien no tuviera que ver su DNI.

 

Sus sueños y aspiraciones hicieron que eligiera solamente las palabras amables, comprensivas, acogedoras y verdaderas porque fueron significativas e importantes al decidirse a lanzarse al centro en aquella diana, el incentivo perfecto en el intento desesperado que tenía para virar su rumbo con esperanza.

 

Sus escaramuzas y acertadas decisiones vitales la hicieron sobrevivir todos aquellos años. Fue la capitana y el proel de su vida pues navegaba sola contra aquellos mares y en aquella nave forjada con experiencias impropias para una persona tan joven. Era profesora y era alumna, era lo verdadero y lo falso, lo caliente y lo frío, el hambre y la despensa llena, era el surtidor y el tanque seco, tenía que saber lo que hacía, sin pisar en falso, no le quedaba otra porque no tenía a nadie para confiar o brazos en los que dormir segura y ni un solo amor que la hiciera soñar.

 

Asumió riesgos increíbles para lograr mantenerse a flote y poder superarlos, se cultivó, se cuidó y eligió ser buena, cuando lo fácil era lo contrario, eligió ser empática cuando la vida la malbarataba, ser soporte y no peso, ser diestra y no siniestra, ser clara y no oscura o ser paz y no guerra.

 

Pudo haberse ido a pique con la sobrecarga que soportaba pero recogió las cartas de navegación que le ofrecían buenas referencias vitales, las que necesitó para poder recordar y poder contar lo que le interesaba con dignidad, el resto se hundió, vio zozobrar todo lo que quiso olvidar y evitar que coincidiera en su mente nunca más.

 

Aquel viraje hizo que cambiara su diálogo interno, que aprendiera que la imperfección es una cualidad humana que no hay que perseguir, sino que proteger.

 

Se matriculó en la carrera de psicología, en la UNED, solo de un par de asignaturas. Las disfrutó porque trabajaba a media jornada en el geriátrico y du trabajo de limpieza allí no es que la matara, sí lo hacía la impaciencia de residentes equilibrados y cuerdos que querían volver a sus casas, a sus quehaceres, que no entendían qué hacían allí y por qué no eran visitados por sus familiares más queridos como eran sus propios hijos.

 

Aguantaba a diario preguntas que no podía ni contestar, súplicas bañadas en lágrimas como:


- ¿Puedes llevarme a San Bartolomé?


- Mis hijos estarán buscándome, no saben qué estoy aquí...


- Te regalo esta cadena de oro si me llevas a mi pueblo.


- No se donde estoy, solo quiero llorar. ¡Ayúdame por favor¡

 

No eran las palabras en sí las que cortaban su garganta sin poderles decir lo que pensaba, eran los gestos, sus caras desesperadas y sus ojos como platos los que que reforzaban aquellas dudas y los tristes lamentos que aún recuerda.

 

Eran personas que las obligaban a desorientarse sus propios hijos, quienes las habían dejado solas en este tipo de centros durante tanto tiempo, las condenaban a degradarse en unos meses, a ser víctimas de sí mismas por no conocer la verdad, por tener cientos de preguntas, por falta de calor humano que no fuera el profesional, por dar todo y verse desvalidos en unos metros de habitación compartida con desconocidos, un día que ni ellos mismos decidieron.

 

Otras eran visitadas casi a diario y se mantenían queridas y sanas en sus mentes.

 

La huída, las coartadas bien pensadas siempre estaban en sus planes, solo al principio porque al poco tiempo dejaban de suplicar y de preguntarse temas tan importantes como las defensas de sus resistencias por largarse de allí.

 

Cuando no se quejaban ya sabías que las cosas no iban bien. Se enfrentaban a problemas diferentes, empezaban a empatizar con simpatía postiza a su alrededor, a acercarse a todo el mundo, con risas a destiempo, miradas perdidas y esa falsa resiliencia impulsada por medicinas para reponerse sin sus verdaderas fuerzas, sin caminos que andar, sin horizontes que seguir y sin desear la salida del sol.

 

Vivían como seres autómatas, en un solo rebaño, eran parte de aquella marea de personas a la que pertenecían, contra su voluntad.

 

Los despertaban a las siete y media, se lavaban cara y manos y al comedor.

 

Desde lejos, parecía una manifestación luchando contra lo mismo, de cerca, no. Cada uno se enfrentaba a sus miedos y a torturas impuestas, muchas veces innecesarias solo por molestar en sus propias casas.

 

Pocos estaban por sus voluntades y los que lo hicieron estaban enteros, casi bien.

 

Se cansó de tanta agonía, pena y tristeza en aquellos escasos trescientos metros, por eso lo dejó.

 

Limpiaba sí pero en realidad lo hacía en sus mentes llenas de turbidez y desconcierto en un solo cuerpo, por eso no pudo más, quería avanzar y dejar de ser Gandhi y la defensa de La Paz mundial en aquel geriátrico.

 

No era nadie allí y sola hizo más de lo que nadie imaginó. Ayudó más de lo que pudo y limpió menos de lo que debía. Barrió jardines acompañada por Leandro e Isabel, una señora desesperada siempre por irse hasta que perdió la orientación de su vida y volvió a los cinco años de edad.

 

Cuqui terminó la carrera y su pensamiento político, su experiencia en la vida y su formación demostraron que estaba dispuesta a luchar por la democracia y por los derechos humanos de una forma muy especial.

 

Defender estos valores hizo que escalara en poco tiempo puestos que nadie pensó. Hoy en día es una política que representa a las islas en nuestro país.

 

Vivió tanto en tan poco que sentía tener 70 cuando tenía 28. Venía de vuelta. En aquellos años, la vida le enseñó a desconfiar tanto que poco más tuvo que aprender.

 

Enseñar y acoger fue su sino, elegir su única opción, aprender a valorar lo más mínimo fue lo que tuvo que hacer nada más enterrar a sus padres con nueve años.

 

Sus tíos la protegieron y la abandonaron también al poco tiempo, nada fue igual desde aquel día. Su vida se truncó, sus manos se vaciaron, su corazón se fortaleció a destiempo. Su vida giró de mil a cero en un espacio de tiempo que jamás pudo contar porque sólo fueron segundos los que borraron su precioso cuento entre su familia aquel día.

 

Panchita, la gata de su madre, fue quien único se salvó en aquel accidente, la higuera, Ficus carica, la falta de abrigo emocional y la supervivencia fueron sus amigos y consejeros.

 

 

Es un placer escucharla, su exquisita conversación hace que te deleite con su dulzura innata, con sus valores y su amor por la lucha, lo justo y lo importante.

 

Comentarios (0)