Domingo, 14 Diciembre 2025
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POR MAR ARIAS COUCE

Cuando yo era pequeña y un niño no paraba quieto le decían que “tenía el baile de San Vito”, o le pegaban un grito para que dejara de incordiar, que solía ser la opción más frecuente. Ahora lo primero que se le pasa por la cabeza al que lo ve (sea quién sea) es que el niño es hiperactivo. Y lo dicen tan frescos, como si la hiperactividad no fuera un problema médico muy serio que requiere de diagnóstico, seguimiento y, en muchos casos, medicación. Mi hijo mayor contiene en su interior un ejército de hormigas dispuesto a conquistar el universo exterior, es cierto. Pero no es hiperactivo. Es un poco incordio, de acuerdo. Pero no es hiperactivo. No soporto que la gente decida algo así a la ligera. Me supera. Y es que deberíamos mirar otras muchas cosas antes de sentenciar algo así. Antes, y no hablo de la época de mis abuelos, la vida era mucho más tranquila y nuestros padres nos dejaban jugar en la calle a nuestro aire. En mi caso, el único requisito era hacer los deberes antes y no alejarme. Y ya está. Tenía un espacio amplio para correr y derrochar energía, fuerzas y nervio hasta volver a casa para caer rendida en la cama. Mis hijos también bajan a jugar, pero con nosotros. Nunca solos. Si un día ningún miembro adulto de la casa puede bajar con ellos, se quedan en casa porque nos da miedo que estén solos. Es así. Han pasado demasiadas cosas en los últimos años como para atreverse a dejar a un niño pequeño sólo. Los días que no pueden salir al parque tienen tanta energía acumulada que da la sensación de que rebotan contra las paredes. No son más nerviosos que nosotros tienen menos libertad porque la sociedad actual les corta las alas desde pequeñitos. Por eso, en parte, tardan más en madurar y se comportan como niños a edades en que nosotros ya nos sentíamos adultos e intentábamos actuar como tales. No siempre es culpa de ellos. Los sobreprotegemos y los hacemos como son. En mi caso concreto, en el del nervio reconcentrado de mi hijo, estoy barajando opciones para canalizar sus energías en el año que entra y todo apunta a que las dirigiré al deporte, no sé triatlón, maratón o algo así. Y es que me ha salido un niño, como dicen en esta tierra que es la suya, “desinquieto” (que, por cierto, sigo sin entender porque desinquieto viene a ser lo mismo que inquieto, cuando en realidad debería significar todo lo contrario). El otro día era tanta la tabarra que me estaba dando que acabe por pegarle un bufido, “No seas latoso”. Se fue directo al abuelo. “Abuelo, ¿yo soy latoso?”. “No, que va, sólo un poco coñazo”. Su alegría fue insuperable. “Dice el abuelo que soy un coñazo, pero no soy latoso, ¡biennnnn!”. Niños.


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