OPINIÓN. Con la boca abierta
EL FORO DE LOS BALBOS. Por Mar Arias Couce
Nunca había tenido dolor de muelas. Alguna vez tenía que ser la primera y la fortuna (o la mala suerte, más bien) ha querido que todo se junte en este aciago noviembre (a partir de ahora para mí va a ser el mes dedicado a Murphy). El otro día empecé a notar los primeros síntomas, pero como soy mujer optimista, me dije a mí misma que no era nada, que se me pasaría (horas antes de tener a mi segundo hijo, con un dolor ya insoportable, me seguía diciendo a mí misma que era un falso parto. Aunque en este caso, el problema es que no quería que los niños nacieran el mismo día, cosa que, como ocurre siempre que intento imponer mi voluntad por la fuerza en esta familia, hicieron). En esta ocasión también me empeñé en que era un falso dolor de muelas. Al tercer día, cuando ya se me caían las lágrimas cada vez que intentaba abrir la boca (entiéndanlo, eso para una persona que no sabe lo que es estar callada cinco minutos seguidos, adquiere tintes dramáticos e insostenibles), lo tuve claro. No podía seguir negando la realidad (poder podía, pero es que ya no me daba la gana) y me fui al dentista. Afortunadamente, en este caso el dentista es familia y me conoce. Es decir, sabe de mi natural relajado y pachorriento (antes de decirme hola ya me tenían preparado el relajante de caballo. Casi tengo que dar gracias de que no me aten cuando me ven llegar). El problema era una muela del juicio (del escaso que me va quedando con dos niños locos e imparables), un cordal, de esos que todos los dentistas aseguran que no valen para nada pero que molestan muchísimo cuando se ponen rebeldes sin causa. El diagnóstico era claro: “para lo que te sirve ahí, mejor te lo quitas. Además es más barato”. ¿Qué quieren que les diga? A estas alturas de la película esa es una frase mágica para mí en cualquier contexto que se sitúe. Ya anestesiada, tumbada en el sillón, mi único problema era ver como avanzaba una tenaza (para mí que era un cascanueces, pero bueno) hacia mi boca. Mi primera reacción, cerrarla, claro. “Pero así no hacemos nada, si cierras la boca no podemos trabajar”. “¿Está cerrada? Lo siento, ya no la cierro más”, contestaba yo con la boca trincada como si la vida me fuera en ello. Lo cierto es que doler, no me dolía, pero el ruidito que hace la tenaza al tirar, mucho más audible por la cercanía del elemento subversivo al oído, es espantoso. “No te puede doler”. “Pues no me dolerá pero yo creo que un poco sí”. “Pero si no sientes la boca”. “No, pero es mía”. Al final la cosa acabó bien para todos. Abrí la boca, la muela del supuesto juicio se marchó de ella y yo pude salir de la consulta sin retorcerme de dolor. No me hicieron ni un poquito de daño pero salí tan impresionada que llegué a dialogar con el resto de los cordales de mi boca (tengo que tener buen rollo con el poco juicio que me queda). “Pórtense bien conmigo o no les vuelvo a traer de visita a ningún lado”. No me contestaron, afortunadamente.