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OPINIÓN. Cuento

MAGUA. Por Mare Cabrera

Se acabaron ya las llamadas fiestas más entrañables. Y hace años, unos cuantos, que las fechas navideñas dejaron de tener gracia para mí y para muchos de los míos: los que faltan no tienen quien les sustituya y hemos cambiado los prados teseguiteños por la urbe, escandalosa y contaminada. El pestazo en Arrecife hoy mismo, que llega vía caprichos de las corrientes desde Zonzamas, una de las tantas vergüenzas isleñas que mal soportamos- era difícilmente respirable, y los cubículos (pisos en los que ahora vivimos casi todos) nada tienen que ver con mi añorada casita de campo, donde se pasaba frío en invierno, sí, pero lo compensaba con las vistas, el silencio, la tranquilidad y el espacio, ese espacio que tanto anhela una, enfrascada en capitales donde compartir es vital con todo hijo de vecino.
El queso ya no se hace como antaño. Recuerdo a uno del Puerto que venía todos los sábados a casa de mi abuela con un camión lleno de dulces artesanales, se llevaba el preciado bien de las cabras de mi abuelo y permitía que yo me metiera en su furgoneta y arramplara a mi antojo con napolitanas o ensaimadas. ¡Cómo sabían junto con un buen vaso de leche de cabra! El pan recién horneado merece especial mención, en horno de leña, como debe ser, tan antiguo como la casa donde nació mi padre, con un gran patio central que distribuía las habitaciones y donde entraba la luz durante todo el día. Cuántas veces no calculó bien mi primo y un fogonazo le hacía la depilación en el brazo sin apenas dolor y al momento. Las matanzas, en ese día dedicado por entero al bicho difunto para despiezarlo, el olor a sangre en el ambiente y la carne cocinándose en los calderos viejos, ese día, esta que está aquí sobrevivía a base de ensalada.
Más de una y de dos veces acompañaba a mi padre a Arrecife. Llevábamos a los interesados cabritos para las fiestas. Él le explicaba a las clientas la forma de cocinarlos, el adobo que según su criterio debían proporcionar a la carne para sacarle lo mejor de sí. “Ni caso, cristiana, si lo haces como dice vas a estar repitiendo ajos y demás hierbajos una semana”, pensaba yo.
Apenas nos hacía falta el Spar o similares, si teníamos todo lo necesario para la ensalada, leche, huevos, queso, limones olorosos por no saber a plástico y recogerse directamente del árbol, higos de higuera cuando toca, moras y un par de viñas en La Geria para hacer un buen vino peleón. Mi primo que pesca divinamente, lentejas para el potaje y calabaza por sacos, sandías que enfriar a la orilla de mar, bien enterradas en la arena y carne de cabrito en las fiestas que ahora nos ocupan.
Qué días aquéllos. Si no mejores, más entrañables. Quedan en mi memoria. De ahí, por mucho que pase el tiempo, no se irán jamás.

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