OPINIÓN. La de arena
EL FORO DE LOS BALBOS. Por Mar Arias Couce
Una de cal y una de arena. Eso es lo justo. Hace unas semanas escribía en este espacio sobre la mala experiencia de un amigo con su médico. Ahora tengo que agradecer el buen trato que he recibido yo esta semana por parte de los profesionales del Servicio de Urgencias del Hospital General. El protagonista de la historia en realidad es Carlitos, mi hijo pequeño que, después de estar incordiando a su hermano durante media hora, recibió por parte de éste (a pesar de las doscientas veces que en casa se le advierte de que si su hermano le da la lata nos lo diga a nosotros para que le riñamos) un empujón más fuerte de lo normal. El resultado fue que el pequeño se cayó, con tan mala suerte que paró el golpe con la frente. Claro, se hizo una brecha considerable que tardó en empezar a sangrar, menos que su hermano en comenzar a gritar. Cuando llegué al salón, de dónde había salido medio minuto, para remover un guiso en la cocina (ya ven que versión más ‘marujil’ de mi vida cotidiana), el niño estaba literalmente bañado en sangre. Y yo, tan relajada como siempre, lo primero que pensé es que se había sacado un ojo y casi me desmayo. Cuando conseguí limpiarle la cara (aquello era una mala versión de la ‘Matanza de Texas’ en versión Pocoyo), lo envolvimos y para el Hospital, vestido de verde ‘sangriento’, como Jack el destripador en día de fiesta. El niño llegó cantando al hospital, tan fresco. El mayor llorando y con un ataque de histeria, el padre con un susto de impresión y yo apunto del infarto. Afortunadamente, ya la enfermera se hizo cargo nada más vernos de que no éramos una familia especialmente relajada en estos casos. “Eso no es nada mujer, unos puntitos y no le queda ni cicatriz”. “¿Puntos?, ¿Cicatriz? Ay, Dios”… Enseguida, de hecho no esperamos ni dos minutos, salió un médico sonriente y nos llevó a una salita. Poco después aparecía todo un equipo de ATS para ayudarle (creo que ya vieron el tamaño de la criatura y calcularon que con dos o tres personas no llegaba para agarrarle). A mí, por supuesto, me recomendaron que mejor me quedara fuera porque no iba a ser muy agradable la escena (no puse mucha resistencia, lo reconozco). A los cinco minutos, empecé a escuchar a la niña del exorcista (para mí que era la auténtica Regan, de verdad) proferir los más salvajes alaridos. En un momento dado hasta me pareció escucharle lo de “Mira lo que hace la… de tu hija”, o algo muy parecido (que tan poco tendría sentido porque no venía a cuento, pero qué quieren la imaginación es libre y a mí me sobra). Era tanto el llanto, que llamé dos veces a la puerta, no sé para qué la verdad, y, lógicamente, me dijeron que me quedara quietita y les dejara trabajar. De repente, empecé a escuchar a los cinco profesionales sanitarios cantarle a mi hijo, cual tierno coro de gospel, con voz más o menos melodiosa: “Bob esponja, Bob esponja”… Y se tranquilizó. Bien es verdad, que una de las enfermeras me reconoció que les había costado reducirle para poder coserle, pero finalmente pudieron realizar su trabajo y la cosa quedó en un susto y un costurón cual matón infantil en medio de la frente. Si al llegar a casa hubiera podido quitar el suelo para evitar un nuevo golpe, lo habría hecho. Pero, claro, hubiéramos caído en casa del vecino y seguiríamos sin solucionar nada. Supongo que son niños y no nos queda otra que aguantarnos. Lo dicho, muchas gracias al equipo de profesionales de Urgencias del Hospital General, no sólo por buenos profesionales, que también, si no por la delicadeza y el cariño con que supieron tratar a un niño valiente y asustado y a una madre histérica y cobardica.