OPINIÓN. La nueva peseta
LA CHINA EN EL ZAPATO. Por José Ignacio Sánchez Rubio
, abogado y economista(
La calle Jorge Juan de Madrid se ha convertido últimamente en el punto central de una zona del barrio de Salamanca llamada a convertirse en el nuevo centro comercial y gastronómico de la capital de España, especialmente el tramo de esa calle que se encuentra entre las de Serrano y Príncipe de Vergara (antes General Mola) en que, además de satisfacer lujosamente una de las tres necesidades básicas de la humanidad como es el vestido, el visitante puede darle un homenaje a sus otros sentidos, eligiendo entre cualquiera de los once estupendos restaurantes que la pueblan.
Por eso, al menos una vez a la semana me doy una vuelta por allí y, después del yantar, me apunto a alguna de las tertulias que espontáneamente se forman en cualquiera de las terrazas de esos restaurantes. El lunes, llevando a cuestas la lunitis crónica que me invade desde hace tiempo, me pasé por allí a la hora de comer. Para los que desconozcan el término “lunitis”, que no viene en el diccionario de la lengua, les diré que es un término popular que se aplica a la desagradable sensación que se siente, generalmente los lunes, producida por el cabreo de los demás, que se descarga inexorablemente en cada uno de nosotros.
En una de las terrazas coincidí con varios empresarios de la zona, que discutían acaloradamente acerca de un tema: ¿euro sí o euro no? La tertulia discurría básicamente acerca de cuatro puntos esenciales: si Europa terminaría expulsándonos de la Eurozona; si deberíamos abandonarla nosotros; si terminaría acabándose el Euro, por aquello de que todo en la vida es finito; o si, por el contrario, ninguna de las tres opciones anteriores llegaría a producirse.
No me dirán que el tema no es interesante, así que me apunté a la reunión con el permiso de los contertulios. Ciertamente, salvo dos tertulianos, las posturas estaban divididas entre las tres primeras opciones aunque, obviamente, todos nosotros bogábamos porque se mantuviera la cuarta.
Lo que si es cierto es que, en ese punto, ninguno de nosotros tenía argumentos sólidos en las actuales circunstancias que apoyaran la tesis del mantenimiento de España en la zona Euro. Una de las asistentes, Cristina Ortega, cuyo segundo apellido, curiosamente, es Lanzarot (sin la e final), preguntó: ¿Y que hay de malo en que nuestra moneda no sea el euro? Todos los asistentes miraron a Cristina, que es la directora-gerente de una importante asociación de empresarios de Madrid. Las miradas contenían una rara mezcla de expresiones, entre las que se adivinaban las de incredulidad y extrañeza, y aquella pregunta, cuya respuesta parecía ser obvia, pero mezclada con la sensación de que ninguno de los presentes tenía otra respuesta que la fe. Que estamos en el euro por fe, pero carecemos de otros argumentos que no sea el de la pereza por volver a cambiar de moneda. Y cuando las miradas se volvieron hacia mí, como buscando una respuesta, yo terminé de desorientarlos y, a mi vez, pregunté: Y si no tenemos dinero, ¿qué mas nos da no tener euros que no tener pesetas?
Como noté interés en los parroquianos, me dije: esta es la mía. Y me puse a perorar.
Nos encontramos en una Unión Europea, que nació hace mas de 60 años con una función básicamente económica, que giraba alrededor de los acuerdos que alcanzaron los seis países europeos, fundadores de la CECA, con la finalidad de constituir un mercado común entre los fundadores, en lo que se refiere al carbón y al acero, con supresión de barreras arancelarias para estos productos.
Posteriormente, se fueron ampliando los sectores económicos incluidos dentro la protección, con la consiguiente eliminación de aranceles aduaneros para las correspondientes mercancías, al tiempo que se permitió el acceso a los tratados a nuevos países y, considerando como productos los servicios y el movimiento de capitales, terminó liberalizándose la circulación de personas y dinero.
A mi juicio, fue en la década de los ‘80, cuando se empezó a considerar que la confluencia de todos intereses económicos no estaría completa si no existía una confluencia legal, en el sentido de que las legislaciones en materia económica, financiera y tributaria estuvieran armonizadas, no se alcanzarían los objetivos propuestos. Y el IVA, que nació en Europa en 1966, fue adoptándose por todos los países miembros de la Unión Europea. Y también en materia económica se necesitaba una cierta confluencia, de tal forma que la economía de ningún país pusiera en peligro la de los demás.
Pero la ‘madre del cordero’, desde siempre, resultó ser la moneda de cada país. Cada país del mundo es soberano a la hora de establecer la moneda que desea emplear en sus transacciones económicas. Puede denominarla con le apetezca y puede establecer el diseño y valor facial de cada una de las monedas y billetes que configuran su sistema monetario, de la misma forma que otra de las soberanías nacionales es la idiomática y cada estado decide cuál será el idioma oficial del mismo. Pero lo que no se incluye en la soberanía monetaria es el de determinar el valor real que su moneda nacional tenga en cada momento, con respecto al resto de las monedas de otros países. Eso es soberanía de los mercados, ese ente abstracto que según Adam Smith no es otra cosa que la confluencia de la oferta y la demanda.
Es por eso que la moneda de un país resulta algo más complejo que un simple cromo del que nos valemos para intercambiar bienes y servicios en lugar emplear el trueque, que fue la manera anterior de hacerlo. Y es mas complejo porque, siendo la moneda nacional la representación del valor de los bienes y servicios producidos o existentes en ese país, dicho ello de una forma simplista, el valor de la moneda frente a la de otros países viene marcado por ese precio que le fijan los mercados, sin que sirva absolutamente de mucho la abstracción de mirar para otro lado. Y tampoco sirve de mucho el adoptar como moneda nacional la de otro país, como sucede en Panamá en que, siendo el balboa su moneda oficial, solamente existe en forma metálica, siendo su valor permanente igual al del dólar norteamericano, que es el que circula en forma de papel. Y si digo que no sirve de mucho, recuerden lo que sucedió en Argentina, donde circularon a la par hasta el año 2000 el dólar americano y el peso argentino. A partir de esa fecha, los mercados se encargaron de poner a cada cual en su sitio y, después de una continua devaluación, el valor de adquisición de un dólar es casi cinco veces superior al de la moneda argentina.
Recuerdo que en este punto paré mi cantilena, no por falta de atención de la audiencia, sino porque por tercera vez tocaba el turno de reposición de las consumiciones.
Aprovechando el entreacto, uno de los compañeros de tertulia (tendría que decir soliloquio) preguntó: José Ignacio, ¿ tú crees que salir del euro sería bueno para nosotros? En ese momento me di cuenta de que todos habían seguido con interés mis palabras así que, como dice el manual del orador, no me precipité a contestar. Les dediqué una mirada circular, me incliné sobre la mesa y cogí mi gintonic. Cuando me hube tomado un sorbo contesté: Mi opinión es que, tal y como nos encontramos en España, con una economía maltrecha, con una muchedumbre de parados, con multitud de empresas que cada día se ven obligadas a cerrar, es difícil que podamos salir vivos de esta dentro del euro. Es más creo que, en realidad, nos están manteniendo artificialmente los países importantes de la Unión Europea, dentro de la moneda única, porque se han embarcado mas allá de lo esperado en inversiones en España que, de cerrar por derribo, supondrían un fuerte descalabro económico también para ellos.
Pero como las desgracias nunca vienen solas, tenemos además el hundimiento reconocido de Bankia y la victoria de los socialistas en las presidenciales francesas. Lo que quiere decir que, siguiendo el tradicional gusto de los socialistas por gastar en lugar de ahorrar, terminará dejando a Alemania sola al frente de Europa.
Lo cierto es que a España le vino muy bien su incorporación al euro y, durante unos años hemos vivido en el reino de Jauja, pero al propio tiempo, la pérdida de soberanía monetaria ha traído dos consecuencias: por un lado, la renuncia a ese importante medio de control económico como es la devaluación, y por otro, el acercamiento desacompasado a Europa de dos magnitudes claramente representativas del nivel económico de un país, como son los precios y los salarios. Así, si nadie discute que los salarios en España resultan alrededor de un 34 por ciento más bajos que los del resto de los países de la Unión Europea, y los precios, que antaño eran proverbialmente mas bajos que los de nuestros vecinos del norte y del este, han ido acortando distancias a pasos agigantados, tal y como señalan, comparativamente, las tasas de inflación respectiva. Vamos, que cada vez cobramos menos que ellos y nuestros precios se aproximan cada vez más a los suyos.
Y todo esto supone una gran dificultad para mantener el euro como moneda española. Me explicaré: si cada vez nuestros precios son mas elevados y mas cercanos a los de nuestros vecinos alemanes, franceses y, por qué no, también ingleses, aunque ellos no estén en el euro, el consumo y la inversión exterior se dificultará; esto es tan obvio como que la economía de la época de los ‘90 se vio favorecida por la inversión extranjera. Todos recordamos la invasión de alemanes, ingleses y franceses que se precipitaban a adquirir viviendas en España, preferentemente en zonas costeras e insulares, por lo rentable que les resultaba la relación de cambio del marco, el franco y la libra con la peseta.
Y tenemos que recordar que una devaluación de nuestra moneda, que hoy no podemos hacer porque no es nuestra, produciría tres efectos esenciales en nuestra economía. El primero, que la paridad de la peseta con el resto de las monedas, incluyendo el euro, si sigue existiendo, nos sacaría de la ficción en que nos hemos visto sumergidos. El segundo, que retomaríamos la senda real del estado del bienestar. Y la tercera, que la inversión extranjera volvería a ser posible por las razones expuestas.
Justo en este momento, llegó corriendo y agitado uno de los asistentes habituales a la tertulia. Con voz entrecortada, y casi sin aliento nos soltó de un golpe: Acaba de salir Rajoy en televisión y ha dicho que nos vamos a salir del euro. Que volveremos a nuestra moneda y se llamará NUEVA PESETA y que nos darán 166,386 nuevas pesetas por cada euro.
Nos quedamos todos estupefactos. Pero yo sigo pensando: ¿esto que acabo de relatar habrá sido un mal sueño, o acaso es una premonición?