Domingo, 14 Diciembre 2025
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SI LE DIGO LE ENGAÑO

. Por Miguel Ángel de León

La primera vez que asistí a una corrida de toros fue allá cuando chinijo, con pantalón corto. La escabechina tuvo lugar en la Plaza de Toros de Tías, que estuvo en pie hasta hace poco. Actuaban -nunca mejor dicho, porque aquello fue un circo- tres presuntos toreros que salieron todos en ambulancia y ninguno a hombros. Uno de ellos intentó imitar las payasadas que había puesto de moda El Cordobés, aquel saltimbanqui que hasta yo sabía que no sabía torear: se encaramó sobre una silla y el bicho le dio tal revolcón que todavía andan buscando la silla… y puede que al matador que casi se mata. La segunda y última vez que estuve en una plaza de toros fue hace apenas unos veranos, en la Monumental de Barcelona. Toreaba José Tomás, y aunque asistí a la cosa por no rechazar la cara invitación de una tercera persona, confieso que me quedé embelesado con su arte y su valor. Ahora, precisamente allí, en Cataluña, el Parlamento acaba de prohibir los toros. ¿En defensa de los animales? Lo dudo: como dijo alguien, todos los que votaron seguirán comiendo paté (eso sí es tortura animal y lo demás son cáscaras de lapas). Simple o simplón politiqueo y complejo nacionalista. Había que votar contra un símbolo español, por decirlo en cristiano. Tanto me da que me da lo mismo. Otra cosa es la hipocresía en torno a este forzado debate, que sí fastidia un rato.
El anterior alcalde de Barcelona, el presunto socialista Joan Clos, se jactaba de haber sido el primer alcalde español (él decía “del Estado”, porque es psoecialista catalán, que es tanto como decir nacionalista radical) que se pronunciaba en contra de las corridas (las de los toros, no hay que hacer chistes fáciles). Durante su mandato municipal, el Ayuntamiento había declarado a Barcelona, textualmente, “ciudad antitaurina”. Se prohibían los toros, sí, pero no los cuernos, que es cultura universal.
En Canarias también están oficialmente prohibidas desde hace años esas corridas. Con un par. Pero el veto no tiene ningún mérito porque aquí nunca hubo afición a los toros, al contrario que en la Ciudad Condal. A los canarios, esa supuesta fiesta nos resulta ajena y cruel, aunque nos hayamos leído todo El Cossío, porque lo que sí es indudable es que hay mucha y muy buena literatura en torno al toro, al que le han escrito las mejores plumas, como es fama. Sin embargo, en las islas se sigue torturando a los animales. Y aquí es donde está la hipocresía de la que les hablaba antes. Las peleas de gallos son un buen/mal ejemplo. Pero sobre los gallos no han dicho nada los gallinas del Parlamento regional, autónomo a autómata. Y ha habido más de un diputado regional por Lanzarote que es aficionado fiel, convicto y confeso de ese bárbaro espectáculo. Por no hablar del alcalde de mi propio pueblo, que es un sibarita de la sangre de gallinácea. Allá cada cual con sus vicios.
Rosa Rodríguez lo describió claramente en un reportaje titulado, precisamente, “Peleas de gallos: la gran hipocresía”. El artículo tiene ya unos años, pero las verdades que en él se cuentan no caducan: “Las peleas de gallos son los únicos enfrentamientos públicos de animales que permite la Ley de Protección de los Animales, aprobada por el Parlamento el 30 de abril de 1991, por considerarlas de una gran tradición y arraigo popular, aunque para otros muchos sea simplemente una salvajada. La propia ley, aun permitiendo su realización, prohíbe el fomento de las peleas de gallos, e insta expresamente a las administraciones públicas a que se abstengan de realizar actos que impliquen el fomento de esa actividad, aunque la mayoría de las veces se incumple esa norma. Tal es la hipocresía existente al respecto que muchas instituciones, sobre todo locales, mientras critican la celebración de las peleas, subvencionan a las galleras. En el caso de los ayuntamientos, son muchos los que prestan locales públicos o terreros de lucha canaria para que se celebren esas peleas de gallos que, a juicio de la Coordinadora de Protectoras de Animales, vulnera claramente la propia ley del Parlamento regional”. Otro periodista, Daniel Millet, recordaba recientemente en la prensa tinerfeña que en el Día de Canarias, cada 30 de mayo, suele incluirse una riña de gallos en el programa oficial.
Esa doble moral que solemos achacar a los gringos nos sobra también a los canarios cuando convenimos en prohibir en las islas las corridas de toros y nos olvidamos de las peleas de gallos. Lo cual es tan gracioso e inútil como prohibir en Cataluña -un suponer- la lucha canaria (un deporte noble, en cualquier caso, al contrario que las peleas de gallos, que no es deporte sino cruel espectáculo sangriento). Hay mucho político valiente de boquilla, incapaz de enfrentarse al toro de la verdad, o a la cabra mocha de la coherencia.


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