OPINIÓN. Vacaciones con niños
EL FORO DE LOS BALBOS. Por Mar arias Couce
De regreso de vacaciones. Todo sigue igual, tal y como lo habíamos dejado. La lógica apunta a que uno debería regresar mucho más descansado y repuesto, pero las suposiciones no suelen coincidir con frecuencia con la realidad. Tampoco en este caso porque lo cierto es que regreso muy feliz, pero muy cansada, aunque de otra manera. Y es que pasar un mes de vacaciones con dos niños pequeños que no son hiperactivos pero se aproximan bastante a ello, no deja mucho tiempo al relax. Se levantan por la mañana (bueno ‘por la mañana’ es un decir porque lo más tarde que me han dejado quedarme en la cama han sido las siete de la mañana) ya, directamente, pegando botes hacia cualquier esquina de la casa (la estadística estima que en un noventa por ciento de las ocasiones se darán un porrazo contra algo). “Buenos días, mamá, ya es de día, ya es de día”. Más de una vez me he preguntado el por qué de tanta emoción por el hecho de que salga el sol, probablemente estoy perdiendo la capacidad de emocionarme por las pequeñas cosas o me estoy convirtiendo en vampira. Tras el desayuno, sin apenas tiempo para reposarlo, ya se inicia una nueva serie de actividades que se desarrollan en un bucle sin fin, sin tiempo apenas para procesarlas. Jugar a las palas, al barco vikingo, hacer un puzzle, poner el cinexin, contarles un cuento, jugar con los legos… por el medio logras, con suerte, introducir cada día una horita de clase para que practique, el mayor, lo aprendido durante el curso, mientras el pequeño da vueltas en plan satélite alrededor del otro con el único objetivo de incordiar. Luego a la piscina para realizar un curso de natación. El mayor, al menos, ya se desenvuelve solo como un pez, pero con el enano hay que entrar al agua y eso sí que es una aventura. Nada más llegar, berrea porque no quiere entrar al agua, una vez dentro se intenta quitar el churro que hace las veces de flotador, ignora a la profesora, me ignora a mí, va a su completa bola, y cuando acaba la hora de clase, berrea porque no quiere salir del agua. Eso, si hay suerte y no deja un regalo en el bañador pañal, que tampoco sería la primera vez, suerte que cada vez los fabrican de mejor calidad y con mayor aguante. La palabra siesta no existe en sus vocabularios de lenguas de trapo y siguen brincando y saltando hasta que un alma caritativa los vuelve a sacar a la calle para que allí, en un espacio de mayores dimensiones, su imparable actividad pase más desapercibida. Por la noche, como con esto de las vacaciones nunca están cansados, intentan luchar con sus párpados hasta el final para no dormirse y aguantan todo lo que pueden, impidiendo a los mayores ver ninguna película que pudiera filtrarse a modo de pesadilla en sus cabecitas. Osea ninguna porque mis hijos tienen pesadillas hasta con un tipo tan pacífico y bonachón como Papá Noel. Cuando se apagan las luces y uno piensa, por fin, que paz, se sigue equivocando. “Mamá, mamá, bibe”. Al rato, “Quiero ir al baño”. A la hora, llora el pequeño que se ha mojado el pañal y ya que se ha desvelado quiere agua. A las cinco de la madrugada, los dos se suben a la cama porque se han despertado y no pueden dormir. A las seis estás durmiendo en el salón porque te han echado de la cama y la cama de ellos está mojada por el pañal del pequeño… No sé yo, si han sido vacaciones o una venganza del destino. En cualquier de los casos, cuando consigo verlos dormidos, tan guapos y tan quietitos, se me olvida todo lo demás. Supongo que de no ser así, habría huido a un monasterio en Soria o tal vez más lejos.