Domingo, 14 Diciembre 2025
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SI LE DIGO LE ENGAÑO.

Por Miguel Ángel de León

Aunque coincidan en el tiempo de la canícula, por estas mismas noches calurosas de agosto, prefiero la lluvia de estrellas a la lluvia de voladores. Estos últimos, además de ser artificiales, nos cuestan lo que no está en los escritos y los tira el alcalde con pólvora de rey (tu dinero y el mío). De igual manera, me atraen y me maravillan más esas estrellas que no son estrellas sino simple polvo estelar que las otras estrellas que tampoco tengo por estrellas y que contratan los ayuntamientos para darnos la murga y llenarles los bolsillo al intermediario musical de turno, que suele ser coleguita del alcalde, para que todo –el negocio- quede en casa. No hay color.
A pesar de lo que se ha venido anunciado en los medios durante las vísperas, las afamadas perseidas o lágrimas de San Lorenzo de este agosto de 2010 están siendo para llorar. En otros sitios las habrán visto como Dios manda, no lo niego ni lo discuto, pero en el cielo de Lanzarote las lágrimas de este año no dejan huella ni para legañas, pues entre la calima y la episódica panza de burro apenas nos han dejado ver nada a los aficionados a estos fenómenos naturales. De momento, hasta la concreta hora de redactar estas líneas (tarde del jueves, 12 de agosto), ni un triste meteorito que llevarse a la vista. Figúrate. Un fraude sideral. Quiera el Cielo que en las madrugadas del viernes y del sábado, fechas clave para las perseidas, haya más suerte. Amén.
Hubo tiempos mejores, a fe mía. Como aquella espectacular noche de las leónidas que hace unos años se vio mejor que en ninguna otra parte en Lanzarote, hasta el punto que se vinieron para acá científicos extranjeros a puntapala -gringos incluidos- para admirarse ante el fenómeno, pues desde hacía ya más de treinta años no se veía cosa igual en el firmamento.
A estas alturas del siglo XXI, sigo sin entender por qué los distintos ayuntamientos lugareños, tan dados a confundir cultura con costura o fiesta con feria de ganado femenino, no han hecho jamás publicidad alguna de ese espectáculo gratuito de los fuegos naturales que son las mal llamadas lluvias de estrellas (un eufemismo, de acuerdo, pero bello y sonoro, y eso lo excusa). Debe ser que esa idea no da votos, pues ni siquiera se necesita concejales nombrados al efecto o asesores gandules designados a dedo para organizar ese aparente caos celestial que en otras décadas asustaban a nuestros abuelos, que se iban a la tumba convencidos de que alguna noche, en perfecto estado de sobriedad, habían visto bailar a las estrellas.
Hasta los perros se percatan del aparente caos sideral, con el susto en el cuerpo y el medio ladrido en la boca. Desde Los Morros de San Bartolomé, justo en el ombligo de Lanzarote, se contempla a la perfección, cada vez que se da el fenómeno, la orgía de las estrellas fugaces sobre nuestras cabezas, a la altura del Castillo de Guanapay, al Oeste por Las Calderas, al Este sobre la Montaña Mina, o al Sur tirando para Playa Honda. Cuando les entra la jiribilla, las perseidas no paran de entrecruzarse, dejando detrás una estela de humo similar a la de los voladores propiamente dichos. Hasta la Enciclopedia se pone poética para definir –un suponer- a las leónidas: “Enjambre meteorítico que tiene su radiante en la constelación del León”. Más que una acepción, eso es un verso.
Y encima, como queda dicho, el espectáculo celestial se escenifica invariablemente sin la “coordinación” de ningún consejero o concejal –mucho menos un asesor de la nada- de ninguna institución pública e impúdica. Y gracias a que no intermedia jamás la degradada y degradante clase política de esta pobre islita rica sin gobierno conocido, la fiesta de las estrellas nos sale siempre a sus seguidores gratis total. “Y total, con sólo mirar al cielo”, como apostilla mi astrónoma (no confundir con astróloga engañabobos) favorita. Así es que los viejos no exageraban cuando juraban por lo más sagrado que ellos habían visto alguna vez bailar a las estrellas.
-De repente se volvieron como locas, y uno no había ni probado el vino.
Y los nietos, e incluso los más adultos, convencidos todos de que el abuelo ya había perdido la chaveta.


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