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Un vivero de Tahíche

A Stefan

 

Andrea Bernal

 

No conozco el vivero. Sin embargo, huelo todas las mañanas, desde otra punta insular, la fragancia de sus flores, o presiento el cuidado del agua deslizándose por tierra fértil, el sol lateral de los cactus, las hojas perdidas que a todos nos pertenecen. También imagino el esfuerzo por mantenerlo todo “vivo”.

 

Cuando llegué solo quería plantas para mi amplia terraza. Una página web me salvó de la situación. Podría vivir solo con plantas y con libros. El azar puso en mi causa un “Puente” y un hermoso “vivere, vivero”.

 

Un hombre con acento alemán me trae una vez al mes, en una cajita verde -cajas de cartón que reciclo constantemente y vuelvo a pintar- mis plantas nativas de un sur tropical y subtropical.

 

La “Adenium obesum” es una rosa del desierto. Mi última “sabi star”, o “kudu”, de flores blancas, tiene sus tallos torcidos. Desde el vivero siempre me informan antes de su estado. Me parece un gesto de sensibilidad y respeto.

Me digo que debo acogerla en la terraza porque yo también tengo mi tallo torcido, mi columna torcida, mi irremediable y pronunciada escoliosis.

 

También tengo un “Adromischus Triflorus”, una suculenta planta perenne de Sudáfrica, que tiene un verde desgastado, un verde acuarela.

 

Otras son pagodas, como la “Crassula Pyramidalis” , con sus pequeños tallos creando columnas. Es mi templo secreto y a ella puedo acudir cada mañana a rezar a mi manera. No olviden que toda planta escucha una oración. No existirían las más bellas formaciones geométricas de la naturaleza de no ser así.

 

No conozco el vivero de Tahíche. Algún día iré a saludar, pero es posible escuchar lo que hablan las plantas desde la lejanía. La sensibilidad es la mano que protege nuestra natura. Debemos potenciar que sea así o la natura se vengará – como ha empezado a hacer-de nosotros.

 

 

 

 

 

 

 

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