Viernes, 05 Diciembre 2025
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Por Isa Sáenz

 

 

La velada del 27 de junio en el auditorio de los Jameos del Agua en Lanzarote quedará grabada como uno de esos momentos en que la ópera se funde con el lugar, la emoción con la belleza natural, y la música de Verdi se vuelve más sugestiva si cabe. Bajo la dirección musical de Rafael Sánchez Araña, músico en estado de gracia al que he tenido la suerte de escuchar en varias ocasiones a lo largo de los años, demostró aplomo, control exhaustivo del balance (qué importante es esto) y un alto nivel en su propuesta artística, de gran contención general pero aprovechando los momentos de mayor carga dramática, consiguiendo aportar singularidad en el inicio del tercer acto, un músico hecho que merece espacio en otros teatros fuera de Canarias. Esperemos que su debut en el Teatro de la Zarzuela sea el espaldarazo que confirme la alternativa. La propuesta escénica fue audaz y sorprendente tratándose de un veterano del canto como Aquiles Machado, nos brindó una Traviata moderna y profundamente emotiva que honró el espíritu verdiano y lo proyectó hacia nuevas dimensiones teatrales. Una puesta en escena que nunca fue tradicional pero que cuajó con rotundo acierto, planteando con psicodelia el flashback de las últimas horas de Violetta, que renace, vive y muere sobre el escenario.

 

Desde el primer acorde, la Orquesta Sinfónica de Las Palmas, situada sobre el escenario, compareció compacta, transparente y expresiva, con un empaste que denotaba el cuidadoso trabajo previo. Muy pendientes de la batuta leyeron con inteligencia cada cambio de color, cada acento emocional de la partitura, apoyando siempre a los cantantes sin renunciar a la riqueza sonora ni al fraseo verdiano.

 

En el centro de este universo emocional brilló la Violetta de Ruth Terán, una soprano de amplios recursos vocales y escénicos. Destacando con una voz siempre proyectada que corría con facilidad llegando a todos los rincones del auditorio. Timbre más cerca del lírico que del ligero, manejó las dinámicas con suma inteligencia, y nos regaló una Violetta completa, desgarradora y humana. Su “Sempre libera” fue de una bravura técnica impecable coronando con un mi bemol que hizo que atronara el público en aplausos, su “Addio del passato” conmocionó por su desnudez emocional, casi física, con una botella de suero enganchada al brazo en una escena tremendamente conmovedora.

 

A su lado, Juan Noval ofreció un Alfredo de tenor lírico pleno, generoso en el legato y creíble en su evolución emocional. Planteado escénicamente como un “niño de papá” con intereses en la bebida, los videojuegos y la procrastinación. Supo contener la efusión juvenil de sus primeras apariciones para dar paso a una interpretación madura, cuidada y de gran calado. Saliendo por el fondo del escenario cantando el do agudo final de su cabaletta, al que el público respondió como merecía.

 

Hablemos de Germont, una auténtica lección de cómo se debería encarar este personaje. Javier Franco dio una lección de estilo. Su voz baritonal, rotunda y de impecable dicción, dibujó a un padre dividido entre el deber y la compasión. Su aria “Di Provenza…” fue recibida con absoluto entusiasmo, cantada con una nobleza de línea y un fraseo que evocaban a los grandes barítonos de antaño. Siempre elegante, tanto en canto, como en

 

escena, Javier Franco se confirma como uno de los barítonos más importantes de este país, al que nunca antes encontré a este nivel. El público se puso en pie espontáneamente al verle salir en los saludos finales.

 

Uno de los hallazgos escénicos más llamativos vino de la mano del muy buen tenor lírico Gabriel Álvarez, con su sugerente voz dio vida a Gastón caracterizado como un médium, al estilo Rappel, una imagen extravagante y al mismo tiempo siniestra, siempre flanqueado por dos niñas que recordaban a Miércoles Adams. Esta inquietante visión aportó una capa simbólica de presagio y destino, en línea con la estética psicodélica y onírica de la propuesta de Machado. Especialmente conseguida la escena de las cartas, en las que el médium adivinaba el número de los naipes, con Alfredo y el Barón ambos con ojos vendados mientras el coro aplaudía ante las artes adivinatorias de Gastón.

 

El elenco secundario, lejos de ser meramente funcional, brilló con luz propia. Sandra Ferrández es una de las voces que más se prodiga en los teatros españoles tanto en roles principales como secundarios y demostró la razón, fue un lujo componiendo una Flora elegante y “falsa” en sus miradas de pura envidia a Violetta, con una atractiva voz de mezzosoprano lírica; el “vaquero” Borja Molina, fue un Barón Douphol de autoridad vocal e imponente presencia; María José Torres, Annina sensible y comprensiva destacando su conmovedora escena final junto a Violetta; Enrique Torres, como Marqués d’Obigny combinó atractivo escénico con una línea vocal segura y llamada a roles de más enjundia. Mención especial merece la imponente voz del Doctor Grenvil, a cargo del tinerfeño Jeroboam Tejera, cuyo registro grave y presencia escénica dejaron huella en el último acto y con ganas de escucharle en roles de mayor calado.

 

Para quien estas líneas escribe la mayor sorpresa de esta inolvidable noche fue el estreno del Coro Lírico de Lanzarote, bajo la dirección de Elías Roldán, rayó a un nivel que perfectamente podría estar en cualquier teatro. Su intervención en la fiesta de Flora fue vibrante, ajustada y de un nivel francamente sobresaliente, por rotundidad, por empaste, y una dicción que pocas veces se escucha en formaciones no profesionales, están de enhorabuena en Lanzarote.

 

La dirección escénica de Aquiles Machado, moderna sin ser gratuita, dotó a la obra de una coherencia visual y dramática que conectó con el público desde el primer instante, que incluso reaccionó a algunos gags. La mezcla de elementos clásicos y contemporáneos, la simbología visual -como el uso de los maniquíes femeninos con barrigas de embarazada, o una amenazadora y hermosa imagen de una mujer de más de dos metros, realizada por el escultor Lanzaroteño César Corujo Saavedra- hicieron justo lo que uno imagina de una propuesta artística que se desarrolla en un lugar ideado por el genio vanguardista César Manrique.

 

En resumen, esta Traviata conejera no fue sólo una representación operística: fue un acontecimiento artístico. Una de esas funciones en las que todo confluye: la partitura inmortal de Verdi, una interpretación vocal de alto nivel, una orquesta entregada, una propuesta escénica inteligente y un entorno natural que, lejos de distraer, parecía abrazar el drama con la misma melancolía que emana del personaje de Violetta. Una noche que

-como la heroína de esta ópera inmortal- vivimos intensamente, y que presagia un futuro prometedor para la ópera en Lanzarote.

 

Tras el éxito del pasado Don Giovanni de Mozart, y de esta reciente Traviata de Verdi, con estos mimbres, entre los Centros de Arte Cultura y Turismo de Lanzarote y la maestría en la dirección artística de Pancho Corujo, la ópera en esta isla se puede convertir en una cita indispensable en el verano musical español. Gracias.


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